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VI. VOLVERSE CAZADOR



 

Viernes, junio 23, 1961

 

APENAS tomé asiento empecé a bombardear a don Juan con preguntas. Él no respondió y, con un ade­mán impaciente, me indicó guardar silencio. Parecía estar de humor grave.

-Estaba pensando que no has cambiado nada en el tiempo que llevas tratando de aprender los asun­tos de las plantas -dijo en tono acusador.

Empezó a pasar revista, en alta voz, a todos los cambios de personalidad que me había recomendado emprender. Dije que había considerado muy seria­mente el asunto, y hallado que no me era posible cumplirlos porque cada uno era contrario a mi esen­cia. Replicó que considerar el asunto no era suficien­te, y que lo que me había dicho no era ningún chiste. Insistí en que, pese a lo poco que había he­cho. en lo referente a ajustar mi vida personal a sus ideas, yo quería realmente aprender los usos de las plantas.

Tras un silencio largo e incómodo, le pregunté con audacia:

-¿Me va usted a enseñar cómo usar el peyote, don Juan?

Dijo que mis intenciones por sí solas no eran sufi­cientes, y que conocer los asuntos del peyote -lo llamó "Mescalito" por vez primera- era cosa seria. Al parecer, no había nada más que decir.

pero, al anochecer, me puso una prueba; planteó un problema sin darme ninguna pista para su reso­lución: hallar un sitio benéfico en el área frente a su puerta, donde siempre nos sentábamos a hablar; un sitio donde supuestamente pudiera sentirme per­fectamente feliz y vigorizado. Durante el curso de la noche, mientras rodaba en el suelo tratando de ha­llar el "sitio", noté dos veces un cambio de colora­ción en el piso de tierra, uniformemente oscuro, del área designada.

El problema me agotó y me quedé dormido en uno de los lugares donde percibí el cambio de color. En la mañana, don Juan me despertó para anunciar que mi experiencia había tenido gran éxito. No sólo había hallado el sitio benéfico que buscaba, sino también su opuesto, un sitio enemigo o negativo, y los colores asociados con ambos.

 

Sábado, junio 24, 1961

 

Temprano en la mañana salimos al chaparral. Mien­tras caminábamos, don Juan me explicó que hallar un sitio "benéfico" o "enemigo" era una importante necesidad para un hombre en el desierto. Quise llevar la conversación hacia el tema del peyote, pero él rehusó, de plano, hablar de eso. Me advirtió que no debía haber mención del asunto, a menos que él mismo lo planteara.

Nos sentamos a descansar a la sombra de unos arbustos altos, en una zona de vegetación densa. El chaparral en torno no estaba aún enteramente seco: el día era caluroso y las moscas me acosaban de con­tinuo, pero no parecían molestar a don Juan. Me pregunté si él simplemente las ignoraba, pero luego advertí que no se posaban jamás en su rostro.

-A veces es necesario hallar aprisa un sitio bené­fico, a campo abierto -prosiguió don Juan-. O a lo mejor es necesario determinar aprisa si el sitio en que uno va a descansar es o no un mal sitio. Una vez, nos sentamos a descansar junto a un cerro y tú te pusiste muy enojado y molesto. Ese sitio era ene­migo tuyo. Un cuervito te lo advirtió, ¿recuerdas?

Recordé que él me había dicho, con énfasis, que evitase en lo futuro aquella zona. También recordé haberme enojado porque don Juan no me dejó reír.

-Creí que el cuervo que pasó volando en esa oca­sión era una señal para mí solo -dijo-. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que los cuervos fuesen también amigos tuyos.

-¿De qué habla usted?

-El cuervo era un augurio -prosiguió-. Si su­pieras cómo son los cuervos, le habrías huido a ese sitio como a la peste. Pero no siempre hay cuervos que den la advertencia, y tú debes aprender a ha­llar, por ti mismo, un sitio apropiado para acampar o descansar.

Tras una larga pausa, don Juan se volvió, de repente hacia mí y dijo que, para hallar el sitio apro­piado donde descansar, sólo tenía uno que cruzar los ojos. Me dirigió una mirada sapiente y, en tono confidencial, dijo que yo había hecho precisamente eso cuando rodaba en el pórtico de su casa, y que así pude hallar dos sitios y sus colores. Me hizo saber que mi hazaña lo impresionaba.

-No sé en verdad qué cosa hice -dije.

-Cruzaste los ojos -repitió con énfasis-. Ésa es la técnica; eso debes haber hecho, aunque no te acuerdes.

Don Juan me describió la técnica, cuyo perfeccio­namiento llevaba años; consistía en forzar gradual­mente a los ojos a ver por separado la misma imagen. La carencia de conversión en la imagen involucraba una percepción doble del mundo; esta doble percep­ción, según don Juan, daba a uno oportunidad de evaluar cambios en el entorno, que los ojos eran por lo común incapaces de percibir.

Don Juan me animó a hacer la prueba. Me ase­guró que no dañaba la vista. Dijo que yo debía em­pezar lanzando miradas cortas, casi con el rabo del ojo. Señaló un gran arbusto y me puso el ejemplo. Tuve un sentimiento extraño al verlo dirigir mira­das increíblemente rápidas al arbusto. Sus ojos me recordaban los de un animal mañoso que no puede mirar de frente.

Caminamos cosa de una hora mientras yo trataba de no enfocar mi vista en nada. Luego don Juan me pidió empezar a separar las imágenes percibidas por cada uno de mis ojos. Después de otra hora, o algo así, me dio una jaqueca terrible y tuve que pa­rarme.

-¿Crees que podrías hallar, tú solo, un sitio apro­piado para que descansemos? -preguntó.

Yo no tenía idea de cuál era el criterio acerca de un "sitio apropiado". Me explicó pacientemente que mirar en vistazos cortos permitía a los ojos apresar visiones insólitas.

-¿Como qué? -pregunté.

-No son visiones propiamente dichas -dijo él-. Son más bien sensaciones. Si miras un arbusto o un árbol o una piedra donde tal vez te gustaría descan­sar, tus ojos pueden darte a sentir si ése es o no el mejor sitio de reposo.

De nuevo lo insté a describir qué eran aquellas sensaciones, pero él no podía describirlas o bien, sen­cillamente, no quería. Dijo que yo debía practicar eligiendo un sitio, y él entonces me diría si mis ojos estaban trabajando o no.

En cierto momento percibí lo que me pareció un guijarro que reflejaba luz. No podía verlo si enfo­caba en él mis ojos, pero recorriendo el área con vistazos rápidos percibía una especie de resplandor leve. Señalé a don Juan el sitio. Se hallaba en me­dio de una zona llana, sin sombra, privada de ar­bustos densos. Don Juan rió a carcajadas y luego me preguntó por qué había elegido ese lugar específi­co. Expliqué que estaba viendo un resplandor.

-No me importa lo que veas -dijo-. Daría igual que estuvieras viendo un elefante. Lo impor­tante es qué cosa sientes.

Yo no sentía nada en absoluto. Él me lanzó una mirada misteriosa y dijo que habría querido ser cor­tés y sentarse a descansar allí conmigo, pero que iba a sentarse en otro sitio mientras yo probaba mi elec­ción.

Tomé asiento; él me observaba con curiosidad a diez o doce metros de distancia. Tras unos minutos empezó a reír fuerte. Por algún motivo su risa me ponía nervioso. Me irritaba sobremanera. Sentí que se burlaba de mí y eso me enojó. Empecé a poner en duda los motivos que me empujaban para estar allí. Había algo definitivamente erróneo en la ma­nera como toda mi empresa con don Juan iba des­arrollándose. Sentí ser un simple peón en sus garras.

De pronto don Juan me embistió, a toda velocidad, y tomándome del brazo me arrastró en peso tres o cua­tro metros. Me ayudó a incorporarme y se enjugó el sudor de la frente. Noté entonces que se había esforzado hasta el límite. Me palmeó la espalda y dijo que yo había elegido el sitio equivocado y que él tuvo que rescatarme a toda prisa, porque vio que el sitio estaba a punto de apoderarse de todos mis sentimientos. Reí. La imagen de don Juan embistiéndome era muy graciosa. Había corrido ver­daderamente como un joven. Sus pies se movían como si aferrara la suave tierra roja del desierto para cata­pultarse sobre mí. Yo lo había visto reír y luego, en cosa de segundos, me estaba jalando del brazo.

Tras un rato me instó a seguir buscando un sitio adecuado para descansar. Reanudamos el camino, pero no noté ni "sentí" nada. Quizá, de haberme hallado menos tenso, otro hubiera sido el caso. Pero había cesado mi enojo contra don Juan. Por fin, él señaló unas rocas y nos detuvimos.

-No te descorazones -dijo-. Lleva mucho tiem­po educar a los ojos como se debe.

No dije nada: No iba a descorazonarme por algo que no entendía en modo alguno. Sin embargo, debía admitir que ya en tres ocasiones, desde que comen­zaron mis visitas a don Juan, me había enojado mu­cho, y me había agitado casi hasta el punto de enfer­marme, hallándome sentado en sitios que él llamaba malos.

-El truco es sentir con los ojos -dijo-. Tu problema es el no saber qué sentir. Pero ya te vendrá, con la práctica.

-Quizá usted debería decirme, don Juan, qué es lo que debo sentir.

-Eso es imposible.

-¿Por qué?

-Nadie puede decirte lo que debes sentir. No es calor, ni luz, ni brillo, ni color. Es otra cosa.

-¿No puede usted describirla?

-No. Sólo puedo darte la técnica. Una vez que aprendas a separar las imágenes y veas dos de cada cosa, debes poner atención en el espacio entre las dos imágenes. Cualquier cambio digno de notarse ocurrirá allí, en ese espacio.

-¿Qué clase de cambios son?

-Eso no importa. El sentimiento que recibes es lo que cuenta. Cada hombre es distinto. Tú viste hoy un resplandor, pero eso no quería decir nada porque faltaba el sentimiento. No te puedo decir cómo sen­tirte. Eso debes aprenderlo tú solo.

Descansamos un rato en silencio. Don Juan se cu­brió la cara con el sombrero y permaneció inmóvil, como dormido. Yo me absorbí en escribir mis notas, hasta que un súbito movimiento suyo me sobresaltó. Se enderezó abruptamente y me encaró, ceñudo.

-Tienes facilidad para la cacería -dijo-. Y eso es lo que debes aprender: a cazar. Ya no vamos a hablar de plantas.

Infló las quijadas un instante; luego añadió con candidez:

-De todos modos creo que nunca habla­mos, ¿verdad?- y rió.

Pasamos el resto del día caminando en todas direc­ciones, mientras él me daba una explicación increíblemente detallada acerca de las serpientes de casca­bel. La forma en que anidan, la forma en que se desplazan, sus hábitos de temporada, sus caprichos de conducta. Luego procedió a corroborar cada uno de los puntos señalados y finalmente atrapó y mató una serpiente grande; le cortó la cabeza, la destripó, la despellejó y asó la carne. Sus movimientos tenían tal gracia y habilidad que ya el estar cerca de él era un placer. Yo lo había escuchado y observado, in­merso. Mi concentración era tan completa que el resto del mundo había desaparecido prácticamente para mí.

Comer la serpiente fue un duro retorno al mundo de los asuntos ordinarios. Sentí náusea al empezar a mascar un bocado de carne. El asco no tenía funda­mento, pues la carne era deliciosa, pero mi estómago parecía ser una unidad independiente. Apenas me fue posible pasarlo. Pensé que don Juan sufriría un ata­que cardiaco de tanto reírse.

Después nos sentamos a reposar a nuestras anchas a la sombra de unas rocas. Empecé a trabajar en mis notas, y lo copiosas que eran me hizo darme cuenta de que don Juan me había dado una cantidad asom­brosa de información sobre las serpientes de cascabel.

-Tu espíritu de cazador ha vuelto a ti -dijo él de pronto, con rostro grave-. Ahora estás engan­chado.

-¿Cómo dijo?

Quise que detallara su afirmación de que me halla­ba enganchado, pero él sólo rió y la repitió.

-¿Cómo estoy enganchado? -insistí.

-Los cazadores siempre cazan -dijo-. Yo tam­bién soy cazador.

-¿Quiere usted decir que caza para vivir?

-Cazo para poder vivir. Puedo vivir de la tierra, en cualquier parte.

Indicó con un ademán todo el derredor.

-Ser cazador significa, que uno conoce mucho -prosiguió-. Significa que uno puede ver el mundo en formas distintas. Para ser cazador, hay que estar en perfecto equilibrio con todo lo demás; de lo con­trario la caza sería una faena sin sentido. Por ejem­plo, hoy agarramos una culebrita. Tuve que pedirle disculpas por quitarle la vida tan de repente y tan definitivamente; hice lo que hice sabiendo que mi propia vida se cortará algún día en una forma muy semejante: repentina y definitiva. Así que, a fin de cuentas, nosotros y las culebras estamos parejos. Una de ellas nos alimentó hoy.

-Jamás concebí un equilibrio de ese tipo cuando cazaba -dije.

-Eso no es cierto. Tú no matabas animales por las puras. Tú y tu familia se comían la caza.

Sus afirmaciones tenían la convicción de alguien que hubiera estado allí presente. Por supuesto, tenía razón. Hubo épocas en las que yo proveía la carne de caza que completaba ocasionalmente la dieta fa­miliar.

-¿Cómo lo supo usted? -pregunté tras un mo­mento de titubeo.

-Hay ciertas cosas que sé, así nomás -dijo-. No puedo decirte cómo.

Le conté que mis parientes, con mucha seriedad, llamaban "perdices" a todas las aves que yo cobraba.

Don Juan dijo que podía imaginárselos llamando "una perdiz chiquita" a un gorrión, y añadió una versión cómica de la manera como lo masticarían. Los extraordinarios movimientos de su quijada me hicieron sentir que en efecto estaba masticando un pájaro entero, con huesos y todo.

-De verdad creo que tienes buena mano para cazar -dijo, mirándome con fijeza-. Y nos estábamos yendo por donde no era. A lo mejor estarás dispuesto a cambiar tu forma de vida para volverte cazador.

Me recordó que, con sólo un poco de esfuerzo por mi parte, yo había descubierto que en el mundo ha­bía sitios buenos y malos para mí; añadió que también había hallado los colores específicos asociados con ellos.

-Eso significa que tienes facilidad para la caza -declaró-. No cualquiera hallaría sus sitios y sus colores al mismo tiempo.

Ser cazador sonaba bonito y romántico, pero me resultaba un absurdo porque a mí no me interesaba especialmente cazar.

-No tiene que interesarte ni que gustarte -repuso él a mi queja-. Tienes una inclinación natural. Creo que a los mejores cazadores nunca les gusta cazar; lo hacen bien, eso es todo.

Tuve el sentimiento de que don Juan, con su don de palabra, podía salir de cualquier atolladero; sin embargo, él afirmó que no le gustaba hablar.

-Es como lo que te dije de los cazadores. No es necesario que me guste hablar. Nada más tengo faci­lidad para ello y lo hago bien, eso es todo.

Su agilidad mental me hizo verdadera gracia.

-Los cazadores tienen que ser individuos excep­cionalmente agudos -prosiguió-. Un cazador deja muy pocas cosas al azar. He estado tratando mil maneras de convencerte de que debes aprender a vivir en forma distinta. Hasta ahora no he podido. No había nada de lo que pudieras agarrarte. Ahora es diferente. He hecho volver tu viejo espíritu de caza­dor; a lo mejor cambias a través de él.

Protesté: no quería hacerme cazador. Le recordé que al principio sólo había querido que me hablara de plantas medicinales, pero él me había hecho apar­tarme a tal grado de mi propósito original, que ya no me era posible recordar claramente si en verdad había querido aprender de plantas.

-Eso está bueno -dijo él-. Realmente muy bue­no. Si no tienes una imagen tan clara de lo que quie­res, tal vez te hagas más humilde.

"Vamos a ponerlo de otro modo. Para tus fines, no importa en realidad que aprendas de plantas o de cacería. Tú mismo me lo has dicho. Te interesa todo lo que cualquiera pueda decirte. ¿No es cierto?"

Yo le había dicho eso tratando de definir el terre­no de la antropología, y con el fin de reclutarlo como informante.

-Soy un cazador -dijo como si leyera mis pensa­mientos-. Dejo muy pocas cosas al azar. Quizá deba explicarte que aprendí a ser cazador. No siempre he vivido como vivo ahora. En cierto punto de mi vida tuve que cambiar. Ahora te estoy señalando el cami­no. Te estoy guiando. Sé lo que digo; alguien me en­señó todo esto. No lo inventé, ni lo aprendí por mí mismo.

-¿Quiere decir, don Juan, que tuvo un maestro?

-Digamos que alguien me enseñó a cazar como yo quiero enseñarte ahora -dijo rápidamente, y cambió el tema.

-Creo que en otro tiempo la caza era una de las mayores acciones que un hombre podía ejecutar -di­jo-. Todos los cazadores eran hombres poderosos. De hecho, un cazador tenía que ser poderoso por prin­cipio de cuentas, para soportar los rigores de esa vida.

De pronto se me despertó la curiosidad. ¿Se refe­ría acaso a una época anterior a la Conquista? Empecé a interrogarlo.

-¿Cuándo fue la época de que usted habla?

-En otro tiempo.

-¿Cuándo? ¿Qué significa "en otro tiempo"?

-Significa en otro tiempo, o a lo mejor significa ahora, hoy. No tiene importancia. En un tiempo todo el mundo sabía que un cazador era el mejor de los hombres. Ahora no todos lo saben, pero sí un nú­mero suficiente de personas. Yo lo sé, algún día tú lo sabrás. ¿Ves lo que quiero decir?

-¿Tienen los indios yaquis las mismas ideas acerca de los cazadores? Eso es lo que quiero saber.

-No necesariamente.

-¿Y los indios pimas?

-No todos. Pero algunos.

Nombré varios grupos indígenas vecinos. Quería comprometerlo a la declaración de que la caza era una creencia y práctica compartida por algún pueblo determinado. Pero como evitó responderme directa­mente, cambié el tema.

-¿Por qué hace usted todo esto por mí, don Juan? -pregunté.

Se quitó el sombrero y se rasgó las sienes en fin­gido desconcierto.

-Tengo un gesto contigo -dijo suavemente-. Otras personas han tenido contigo un gesto similar; algún día tú mismo tendrás el mismo gesto con otros: Digamos que esta vez me toca a mí. Un día descubrí que, si quería ser un cazador digno de respetarme a mí mismo, tenía que cambiar mi forma de vivir. Me gustaba lamentarme y llorar mucho. Tenía buenas razones para sentirme víctima. Soy indio y a los in­dios los tratan como a perros. Nada podía yo hacer para remediarlo, de modo que sólo me quedaba mi dolor. Pero entonces mi buena suerte me salvó y al­guien me enseñó a cazar. Y me di cuenta de que la forma como vivía no valía la pena de vivirse... así que la cambié.

-Pero yo estoy contento con mi vida, don Juan. ¿Por qué tendría que cambiarla?

Empezó a cantar una canción ranchera, muy suave­mente, y luego tarareó la tonada. Su cabeza oscilaba hacia arriba y hacia abajo, siguiendo el ritmo.

-¿Crees que tú y yo somos iguales? -preguntó con voz nítida.

La pregunta me agarró desprevenido. Experimenté en los oídos un zumbido peculiar, como si don Juan hubiera gritado, cosa que no hizo; sin embargo, su voz tenía un sonido metálico que reverberó en mis oídos.

Me rasqué, con el meñique izquierdo, el interior de la oreja del mismo lado. Desde hacía algún tiem­po tenía comezón en las orejas, y había desarrollado una forma rítmica y nerviosa de frotarlas por dentro con el meñique de cualquier mano. El movimiento era, más exactamente, una sacudida de todo el brazo.

Don Juan observó mis movimientos con fascina­ción aparente.

-Bueno... ¿somos iguales? -preguntó.

-Por supuesto que somos iguales -dije.

Naturalmente, condescendía. Le tenía mucho afec­to al anciano, aunque a veces no supiera qué hacer con él; sin embargo conservaba aún en el trasfondo de mi mente -sin que jamás fuera a darle voz- la creencia de que, siendo un estudiante universitario, un hombre del refinado mundo occidental, yo era su­perior a un indio.

-No -dijo él calmadamente-, no lo somos.

-Por supuesto que lo somos -protesté.

-No -dijo él con voz suave. No somos iguales. Yo soy un cazador y un guerrero, y tú eres un cabrón.

Quedé boquiabierto. No podía creer que don Juan hubiera dicho eso. Dejé caer mi cuaderno y lo miré atónito y luego, por supuesto, me enfurecí.

Él me miró con ojos serenos y apacibles. Esquivé su mirada. Y entonces empezó a hablar. Pronunciaba claramente las palabras. Fluían sin interrupción ni misericordia. Dijo que yo alcahueteaba para otros. Que no planeaba mis propias batallas, sino las ba­tallas de unos desconocidos. Que no me interesaba aprender de plantas ni de cacería ni de nada. Y que su mundo de actos, sentimientos, y decisiones precisas era infinitamente más efectivo que la torpe idiotez que yo llamaba "mi vida".

Cuando terminó, quedé mudo. Había hablado sin agresividad ni presunción, pero con tal fuerza, y a la vez tal sosiego, que yo ni siquiera estaba ya enojado.

Permanecimos en silencio. Me sentía apenado y no se me ocurría nada apropiado que decir. Esperé que él tomara la palabra. Transcurrieron las horas. Don Juan se inmovilizó gradualmente hasta que su cuerpo adquirió una rigidez extraña, casi atemorizante; su silueta se hizo difícil de discernir conforme la luz menguaba y finalmente, cuando todo estuvo negro a nuestro alrededor, pareció haberse disuelto en la ne­grura de las piedras. Su estado de inmovilidad era tan total que él parecía ya no existir.

Era medianoche cuando al fin me di cuenta de que don Juan podía quedarse inmóvil tal vez para siempre en ese desierto, en esas rocas, y que lo haría en caso necesario. Su mundo de actos, decisiones y sentimientos precisos era en verdad superior.

Toqué calladamente su brazo, y el llanto me inundó.

VII. SER INACCESIBLE

 

Jueves, junio 29, 1961

 

NUEVAMENTE don Juan, como había hecho a diario durante casi una semana, me tuvo cautivado con su conocimiento de detalles específicos sobre el compor­tamiento de la caza. Explicó, y luego corroboró, va­rias tácticas de cacería basadas en lo que llamaba "los caprichos de las perdices". A tal grado me abstraje en sus explicaciones que todo un día transcurrió sin que yo notara el paso del tiempo. Incluso se me ol­vidó almorzar. Don Juan hizo notar, bromeando, que perder una comida era en mí algo insólito.

Al finalizar el día habíamos capturado cinco per­dices en una trampa muy ingeniosa que él me enseñó a armar e instalar.

-Con dos nos alcanza -dijo, y soltó tres.

Luego me enseñó a asar perdices. Yo habría que­rido cortar unos arbustos y hacer una fosa para bar­bacoa como mi abuelo solía hacerla, forrada de ramas verdes y sellada con tierra, pero don Juan dijo que no había necesidad de dañar los arbustos, pues ya habíamos dañado a las perdices.

Cuando terminamos de comer, caminamos sin prisa alguna hacia un área rocosa. Tomamos asiento en una ladera de piedra arenisca y dije, en tono de chiste, que si él hubiera dejado el asunto en mis manos, yo habría cocinado a las cinco perdices, y que mi bar­bacoa hubiera sabido mucho mejor que su asado.

-Sin duda -dijo-. Pero si haces todo eso, tal vez nunca saldríamos enteros de este sitio.

-¿Qué quiere usted decir? -pregunté-. ¿Qué nos lo impediría?

-Los matorrales, las perdices, todo lo de aquí se juntaría.

-Nunca sé cuándo habla usted en serio -dije.

Hizo un gesto de impaciencia fingida y chasqueó los labios.

-Tienes una idea rara de lo que significa hablar en serio -dijo-. Yo río mucho porque me gusta reír, pero todo lo que digo es totalmente en serio, aunque no lo entiendas. ¿Por qué debería ser el mun­do sólo como tú crees que es? ¿Quién te dio la auto­ridad para decir eso?

-No hay prueba de que el mundo sea de otro modo -dije.

Oscurecía. Me pregunté si no sería hora de regresar a casa de don Juan, pero él no parecía tener prisa y yo me divertía.

El viento era frío. De súbito, don Juan se puso en pie y me dijo que debíamos trepar a la cima del cerro y pararnos en un espacio libre de arbustos.

-No tengas miedo -dijo-. Soy tu amigo y veré que nada malo te ocurra.

-¿A qué se refiere usted? -pregunté con alarma.

Don Juan tenía una insidiosa facilidad para ha­cerme pasar del contento puro al susto sin fin.

-El mundo es muy extraño a esta hora del día -dijo-. A eso me refiero. Veas lo que veas, no ten­gas miedo.

-¿Qué cosa voy a ver?

-No sé todavía -dijo escudriñando la distancia hacia el sur.

No parecía preocupado. Yo también fijé la mirada en la misma dirección.

De pronto se irguió y, con la mano izquierda, se­ñaló una zona oscura en el matorral del desierto.

-Allí está -dijo, como si hubiera estado esperan­do algo que de repente había aparecido.

-¿Qué es? -pregunté.

-Allí está -repitió-. ¡Mira! ¡Mira!

Yo no veía nada, sólo los arbustos.

-Ahora está aquí -dijo con gran urgencia en la voz-. Está aquí.

Una repentina racha de viento me golpeó en ese instante e hizo arder mis ojos. Miré hacia la zona en cuestión. No había absolutamente nada fuera de lo común.

-No veo nada -dije.

-Acabas de sentirlo -repuso. Ahora mismo. Se te metió en los ojos y te impidió ver.

-¿De qué habla usted?

-A propósito te traje a la punta de un cerro -di­jo-. Aquí nos notamos mucho y algo se nos viene encima.

-¿Qué cosa? ¿El viento?

-No sólo el viento -dijo con severidad-. A ti te parece viento porque el viento es todo lo que conoces.

Esforcé los ojos mirando los arbustos. Don Juan estuvo un momento en silencio junto a mí y luego se adentró en el chaparral cercano y empezó a arran­car ramas grandes de los matorrales en torno; reunió ocho y formó un bulto. Me ordenó hacer lo mismo y pedir disculpas en voz alta a las plantas, por muti­larlas.

Cuando tuvimos dos bultos me hizo correr con ellos a la cima del cerro y acostarme bocabajo entre dos grandes rocas. Con tremenda rapidez acomodó las ra­mas de mi bulto para que me cubrieran todo el cuer­po; luego se cubrió en la misma forma y susurró, por entre las hojas, que observara yo cómo el supuesto viento dejaba de soplar una vez que nos volvíamos inconspicuos.

En cierto instante, para mi asombro total, el viento dejó realmente de soplar como don Juan había pre­dicho. Ocurrió de modo tan gradual que yo no hu­biera notado el cambio de no estar deliberadamente esperándolo. Durante un rato el viento silbó atrave­sando las hojas sobre mi cara y luego, poco a poco, todo quedó quieto en torno nuestro.

Susurré a don Juan que el viento había cesado y él respondió, también en un susurro, que no debía yo hacer ningún ruido o movimiento notorio, pues lo que llamaba el viento no era viento en absoluto, sino algo que tenía voluntad propia y era capaz de reconocernos.

Reí de nerviosismo.

En voz apagada, don Juan me llamó la atención con respecto a la quietud que nos rodeaba, y susurró que iba a ponerse en pie y yo debía seguirlo, apar­tando suavemente las ramas con la mano izquierda.

Nos incorporamos al mismo tiempo. Don Juan miró un momento la distancia hacia el sur y luego se volvió abruptamente para encarar el oeste.

-Traicionero. Muy traicionero -murmuró, seña­lando un área hacia el suroeste.

¡Mira! ¡Mira! -me instó.

Miré con toda la intensidad de que era capaz. Quería ver aquello a lo que él se refería, fuera lo que fuera, pero no advertí nada que no hubiera visto an­tes; había únicamente arbustos que parecían agitados por un viento suave: ondulaban.

-Aquí está -dijo don Juan.

En ese momento sentí una bocanada de aire en la cara. Al parecer, el viento había en verdad empezado a soplar después de que nos levantamos. Yo no po­día creerlo; tenía que haber una explicación lógica.

Don Juan soltó una risita suave y me dijo que no forzara mi cerebro buscando las razones.

-Vamos a juntar otra vez los arbustos -dijo-. No me gusta hacerles esto a las plantitas, pero hay que pararte.

Recogió las ramas que habíamos usado para cubrir­nos y apiló piedras y tierra sobre ellas. Luego, repi­tiendo los movimientos que hicimos antes, cada uno de nosotros juntó otras ocho ramas. Mientras tanto, el viento soplaba sin cesar. Yo lo sentía encrespar el cabello en torno a mis oídos. Don Juan susurró que, una vez que me cubriese, yo no debía hacer el más leve sonido o movimiento. Con mucha rapidez puso las ramas sobre mi cuerpo, y luego se tendió y se cubrió a su vez.

Permanecimos en esa posición unos veinte minutos, y durante ese tiempo ocurrió un fenómeno extraordi­nario: el viento volvió a cambiar, de una racha dura y continua, a una vibración apacible.

Contuve el aliento, esperando la señal de don Juan. En un momento dado, apartó suavemente las ramas. Hice lo mismo y nos incorporamos. La cima del cerro estaba muy quieta. Sólo había una leve y suave vi­bración de hojas en el chaparral en torno.

Los ojos de don Juan se hallaban fijos en una zona de los matorrales al sur de nosotros.

-¡Allí está otra vez! -exclamó en voz recia.

Salté involuntariamente, casi perdiendo el equili­brio, y él me ordenó mirar, en tono fuerte e impe­rioso.

-¿Qué se supone que vea? -pregunté, desesperado.

Dijo que aquello, el viento o lo que fuese, era como una nube o un remolino que, bastante por encima del matorral, avanzaba dando vueltas hacia el cerro donde estábamos.

Vi un ondular formarse en los arbustos, a distancia.

-Ahí viene -me dijo don Juan al oído-. Mira cómo nos anda buscando.

En ese momento una racha de viento fuerte y cons­tante golpeó mi rostro, como anteriormente. Pero esta vez mi reacción fue distinta. Me aterré. No había visto lo descrito por don Juan, pero sí un extraño escarceo agitando los arbustos. No deseando sucum­bir al miedo, busqué deliberadamente cualquier tipo de explicación adecuada. Me dije que en la zona debía haber continuas corrientes de aire y don Juan, conocedor de toda la región, no sólo tenía conciencia de eso sino era capaz de calcular mentalmente su re­currencia. No tenía más que acostarse, contar y es­perar que el viento amainara; y una vez de pie sólo le era necesario esperar que empezase de nuevo.

La voz de don Juan me arrancó de mis delibera­ciones. Me decía que era hora de irse. Hice tiempo; quería quedarme para comprobar que el viento amai­naría.

-Yo no vi nada, don Juan -dije.

-Pero notaste algo fuera de lo común.

-Quizá debería usted volver a decirme qué se su­ponía que viera.

-Ya te lo dije -repuso-. Algo que se esconde en el viento y parece un remolino, una nube, una niebla, una cara que da vueltas.

Don Juan hizo un gesto con las manos para des­cribir un movimiento horizontal y uno vertical.

-Se mueve en una dirección específica -prosi­guió-. Da tumbos o da vueltas. Un cazador debe conocer todo eso para moverse en forma correcta.

Quise decir algo para seguirle la corriente, pero se veía tan concentrado en dejar claro el tema, que no me atreví. Me miró un momento y aparté los ojos.

-Creer que el mundo sólo es como tú piensas, es una estupidez -dijo-. El mundo es un sitio miste­rioso. Sobre todo en el crepúsculo.

Señaló hacia el viento con un movimiento de bar­billa.

-Esto puede seguirnos -dijo-. Puede fatigarnos, o hasta matarnos.

-¿Ese viento?

-A esta hora del día, en el crepúsculo, no hay viento. A esta hora sólo hay poder.

Estuvimos sentados en el cerro durante una hora. El viento sopló fuerte y constante todo ese tiempo.

 

Viernes, junio 30, 1961

 

AL declinar la tarde, después de comer, don Juan y yo nos instalamos en el espacio frente a su puerta. Tomé asiento en mi "sitio" y me puse a trabajar en mis notas. Él se acostó de espaldas, con las manos unidas sobre el estómago. Todo el día habíamos per­manecido cerca de la casa por razón del "viento". Don Juan explicó que habíamos molestado adrede al vien­to, y que lo mejor era no buscarle tres pies al gato. Incluso debería dormir cubierto de ramas.

Una racha repentina hizo a don Juan incorporarse en un salto increíblemente ágil.

-Me lleva la chingada -dijo-. El viento te anda buscando.

-No puedo aceptar eso, don Juan -dije, rien­do-. De veras no puedo.

No estaba terqueando; simplemente me resultaba imposible secundar la idea de que el viento tenía voluntad propia y andaba en mi busca, o de que realmente nos había localizado en la cima del cerro y se había lanzado contra nosotros. Dije que la idea de un "viento voluntarioso" era una visión del mundo bastante simplista.

-¿Entonces qué es el viento? -preguntó en tono de reto.

Con toda paciencia le expliqué que las masas de aire caliente y frío producen distintas presiones y que la presión hace a las masas de aire moverse en sentido vertical y horizontal. Me tomó un buen rato explicar todos los detalles de la meteorología básica.

-¿Quieres decir que el viento no es otra cosa que aire caliente y frío? -preguntó en tono desconcer­tado.

-Me temo que así es -dije, y en silencio gocé mi triunfo.

Don Juan parecía hallarse pasmado. Pero entonces me miró y soltó la risa.

-Tus opiniones son definitivas -dijo con un ma­tiz de sarcasmo-. Son la última palabra, ¿no? Pues para un cazador, tus opiniones son pura mierda. No importa para nada que la presión sea uno o dos o diez; si vivieras aquí en el desierto sabrías que du­rante el crepúsculo el viento se transforma en poder. Un cazador digno de serlo, sabe eso y actúa de acuerdo.

-¿Cómo actúa?

-Usa el crepúsculo y ese poder oculto en el viento.

-¿Cómo?

-Si le conviene, el cazador se esconde del poder cubriéndose y quedándose quieto hasta que el cre­púsculo pasa y el poder lo tiene envuelto en su pro­tección.

Don Juan hizo gesto de envolver algo con las manos.

-Su protección es como un .....

Se detuvo en busca de una palabra, y sugerí "ca­pullo".

-Eso es -dijo-. La protección del poder te en­cierra como un capullo. Un cazador puede quedarse a campo raso sin que ningún puma o coyote o bicho pegajoso lo moleste. Un león de montaña puede acer­carse a la nariz del cazador y olfatearlo, y si el caza­dor no se mueve, el león se va. Te lo garantizo.

"En cambio, si el cazador quiere darse a notar, todo lo que tiene que hacer es pararse en la punta de un cerro a la hora del crepúsculo, y el poder lo acosará y lo buscará toda la noche. Por eso, si un cazador quiere viajar de noche, o quiere que lo tengan des­pierto, debe ponerse al alcance del viento.

"En eso consiste el secreto de los grandes cazadores. En ponerse al alcance, y fuera del alcance, en la vuelta justa del camino."

Me sentí algo confuso y le pedí recapitular. Con mucha paciencia, don Juan explicó que había utilizado el crepúsculo y el viento para indicar la crucial importancia de la interacción entre esconderse y mos­trarse.

-Debes aprender a ponerte adrede al alcance y fuera del alcance -dijo-. Como anda tu vida ahora, estás todo el tiempo al alcance sin saberlo.

Protesté. Sentía que mi vida se hacía cada vez más y más secreta. Él dijo que yo no lo había compren­dido, y que ponerse fuera del alcance no signifi­caba ocultarse ni guardar secretos, sino ser inacce­sible.

-Deja que te lo diga de otro modo -prosiguió, pa­cientemente-. No tiene caso esconderte si todo el mun­do sabe que estás escondido.

"Tus problemas de ahora surgen de allí. Cuando estás escondido, todo el mundo sabe que estás escondido, y cuando no, te pones enmedio del camino para que cualquiera te dé un golpe."

Empezaba a sentirme amenazado, y apresurada­mente intenté defenderme.

-No des explicaciones -dijo don Juan con seque­dad-. No hay necesidad. Todos somos tontos, todi­tos, y tú no puedes ser diferente. En un tiempo de mi vida yo, igual que tú, me ponía enmedio del ca­mino una y otra vez, hasta que no quedaba nada de mí para ninguna cosa, excepto si acaso para llorar. Y eso hacía, igual que tú.

Don Juan me miró de pies a cabeza y suspiró fuerte.

-Sólo que yo era más joven que tú -prosiguió-, pero un buen día me cansé y cambié. Digamos que un día, cuando me estaba haciendo cazador, aprendí el secreto de estar al alcance y fuera del alcance.

Le dije que no veía el objeto de sus palabras. Ver­daderamente no podía entender a qué se refería con lo de "ponerse al alcance" y "ponerse enmedio del camino".

-Debes ponerte fuera del alcance -explicó-. De­bes rescatarte de en medio del camino. Todo tu ser está allí, de modo que no tiene caso esconderte; sólo te figuras que estás escondido. Estar enmedio del ca­mino significa que todo el que pasa mira tus ires y venires.

Su metáfora era interesante, pero al mismo tiempo oscura.

-Habla usted en enigmas -dije.

Me miró con fijeza un largo momento y luego em­pezó a tararear una tonada. Enderecé la espalda y me puse alerta. Sabía que, cuando don Juan tarareaba una canción, estaba a punto de soltarme un golpe.

-Oye -dijo, sonriendo, y me escudriñó-. ¿Qué pasó con tu amiga la güera? Esa muchacha que tanto querías.

Debo haberlo mirado con cara de idiota. Rió con enorme deleite. Yo no sabía qué decir.

-Tú me contaste de ella -afirmó, tranquilizante.

Pero yo no recordaba haberle contado de nadie, mucho menos de una muchacha rubia.

-Nunca le he mencionado nada por el estilo -dije.

-Por supuesto que sí -dijo como dando por ter­minada la discusión.

Quise protestar, pero me detuvo diciendo que no importaba cómo supiera él de la chica: lo importante era que yo la había querido.

Sentí gestarse en mi interior una oleada de animo­sidad en contra de él.

-No te andes por las ramas -dijo don Juan se­camente-. Ésta es la ocasión en que debes olvidar tu idea de ser muy importante.

"Una vez tuviste una mujer, una mujer muy que­rida, y luego, un día, la perdiste."

Empecé a preguntarme si alguna vez le había ha­blado de ella. Concluí que nunca había habido oca­sión. Pero era posible. Cada vez que viajábamos en coche hablábamos sin cesar de todos los temas. Yo no recordaba cuanto habíamos dicho porque no podía tomar notas mientras manejaba. Me sentí algo tran­quilizado por mis conclusiones. Le dije que tenía ra­zón. Había habido una muchacha rubia muy impor­tante en mi vida.

-¿Por qué no está contigo? -preguntó.

-Se fue.

-¿Por qué?

-Hubo muchas razones.

-No tantas. Hubo sólo una. Te pusiste demasiado al alcance.

Anhelosamente, le pedí explicar sus palabras. De nuevo me había tocado en lo hondo. Consciente, al parecer, del efecto de su toque, frunció los labios para

ocultar una sonrisa maliciosa.

-Todo el mundo sabía lo de ustedes dos -dijo con firme convicción.

-¿Estaba mal eso?

-Totalmente mal. Ella era una magnífica persona.

Expresé el sincero sentimiento de que su pesquisa a oscuras me resultaba odiosa, y sobre todo el hecho de que siempre afirmaba las cosas con la seguridad de alguien que hubiera estado en la escena y lo hubiese visto todo.

-Pero es cierto -dijo con candor inatacable-. Lo he visto todo. Era una magnífica persona.

Supe que no tenía caso discutir, pero me hallaba enojado con él por tocar esa llaga abierta y dije que la muchacha en cuestión no era después de todo tan magnífica persona, que en mi opinión era bastante débil.

-Igual que tú -dijo calmadamente-. Pero eso no importa. Lo que cuenta es que la has buscado en todas partes; eso la hace una persona especial en tu mundo, y para una persona especial no hay que tener más que buenas palabras.

Me sentí avergonzado; una gran tristeza se cirnió sobre mí.

-¿Qué me está usted haciendo, don Juan? -pre­gunté-. Usted siempre logra entristecerme. ¿Por qué?

-Ahora te entregas al sentimentalismo -dijo, acu­sador.

-¿Qué objeto tiene todo esto, don Juan?

-El objeto es ser inaccesible -declaró-. Te traje el recuerdo de esta persona sólo como un medio de enseñarte directamente lo que no pude enseñarte con el viento.

“La perdiste porque eras accesible; siempre estabas a su alcance y tu vida era de rutina.”

-¡No! -dije-. Se equivoca usted. Mi vida jamás fue una rutina.

-Fue y es una rutina -dijo en tono dogmático-. Es una rutina fuera de lo común y eso te da la impresión de que no es una rutina, pero yo te aseguro que lo es.

Quise deprimirme y perderme en la hosquedad, pero de algún modo sus ojos me inquietaban; pare­cían empujarme sin tregua hacia adelante.

-El arte de un cazador es volverse inaccesible -dijo-. En el caso de esa güera, quería decir que tenías que volverte cazador y verla lo menos posible. No como hiciste. Te quedaste con ella día tras día, hasta no dejar otro sentimiento que el fastidio. ¿Verdad?

No respondí. Sentí que no era necesario. Don Juan tenía razón.

Ser inaccesible significa tocar lo menos posible el mundo que te rodea. No comes cinco perdices; comes una. No dañas las plantas sólo por hacer una fosa para barbacoa. No te expones al poder del viento a menos que sea obligatorio. No usas ni exprimes a la gente hasta dejarla en nada, y menos a la gente que

amas.

Jamás he usado a nadie -dije sinceramente.

Pero don Juan mantuvo que sí, y quizá por eso pude declarar sin tapujos que la gente me cansaba y me aburría.

-Ponerse fuera del alcance significa que evitas, a propósito, agotarte a ti mismo y a los otros. -prosiguió él-. Significa que no estás hambriento y desesperado, como el pobre hijo de puta que siente que no volverá a comer y devora toda la comida que puede, ¡todas las cinco perdices!

Definitivamente, don Juan golpeaba debajo del cinturón. Reí y eso pareció complacerlo. Tocó leve­mente mi espalda.

-Un cazador sabe que atraerá caza a sus trampas una y otra vez, así que no se preocupa. Preocuparse es ponerse al alcance, sin quererlo. Y una vez que te preocupas, te agarras a cualquier cosa por desespe­ración; y una vez que te aferras, forzosamente te ago­tas o agotas a la cosa o la persona de la que estás agarrado.

Le dije que en mi vida cotidiana la inaccesibili­dad era inconcebible. Me refería a que, para funcio­nar, yo tenía que estar al alcance de todo el que tuviera algo que ver conmigo.

-Ya te dije que ser inaccesible no significa escon­derse ni andar con secretos -dijo él calmadamente-. Tampoco significa que no puedas tratar con la gente.

Un cazador usa su mundo lo menos posible y con ternura, sin importar que el mundo sean cosas o plantas, o animales, o personas o poder. Un cazador tiene trato íntimo con su mundo, y sin embargo es inaccesible para ese mismo mundo.

-Eso es una contradicción -dije-. No puede ser inaccesible si está allí en su mundo, hora tras hora, día tras día.

-No entendiste -dijo don Juan con paciencia-. Es inaccesible porque no exprime ni deforma su mun­do. Lo toca levemente, se queda cuanto necesita que­darse, y luego se aleja raudo, casi sin dejar señal alguna.

VIII. ROMPER LAS RUTINAS DE LA VIDA

 

Domingo, julio 16, 1961

 

PASAMOS toda la mañana observando unos roedores que parecían ardillas gordas; don Juan las llamaba ratas de agua. Señaló que eran muy veloces para huir del peligro, pero después de haber dejado atrás a cual­quier atacante tenían el pésimo hábito de detenerse, o incluso trepar a una roca, para, erguidas sobre sus patas traseras, mirar en torno y acicalarse.

-Tienen muy buenos ojos -dijo don Juan-. Sólo debes moverte cuando vayan corriendo; por eso, debes aprender a predecir cuándo y dónde van a pararse, para que tú también te pares al mismo tiempo.

Me concentré en vigilarlas, y tuve lo que habría sido un día provechoso para cazadores, pues localicé muchas. Y finalmente, podía predecir sus movimien­tos casi sin fallar.

Luego, don Juan me mostró cómo hacer trampas para capturarlas. Explicó que un cazador debía to­marse tiempo para observar los sitios donde comían o anidaban, con el fin de determinar la colocación de las trampas; luego las instalaba durante la noche, y al día siguiente todo lo que tenía que hacer era asustar a los roedores para que éstos se dispersaran y cayesen en los artefactos.

Reunimos algunas varas y nos pusimos a construir las trampas. Yo tenía la mía casi terminada y me preguntaba con excitación si funcionaría o no, cuan­do de pronto don Juan se detuvo y miró su muñeca izquierda, como consultando un reloj qué nunca ha­bía tenido, y dijo que era la hora del almuerzo. Yo tenía en las manos una vara larga y trataba de do­blarla en círculo para convertirla en aro. Automáti­camente la puse a un lado con el resto de mis arreos de caza.

Don Juan me miró con expresión de curiosidad. Luego hizo el sonido ululante de una sirena de fábri­ca a la hora del almuerzo. Reí. Su sonido de sirena era perfecto. Caminé hacia él y noté que me miraba con fijeza. Meneó la cabeza de lado a lado.

-Con una chingada -dijo.

-¿Qué pasa? -pregunté.

Volvió a hacer el ulular de un silbato de fábrica.

-Se acabó el almuerzo -dijo-. Regresa a tra­bajar.

Por un instante me sentí confundido, pero luego pensé que don Juan estaba bromeando, acaso porque en realidad no había nada con que preparar el al­muerzo. Me había concentrado en los roedores al grado de olvidar que no teníamos provisiones. Re­cogí nuevamente la vara y traté de doblarla. Tras un momento, don Juan hizo sonar otra vez su "si­rena".

-Hora de irse a la casa -dijo.

Examinó su reloj imaginario y luego me miró y guiñó el ojo.

-Son las cinco en punto -dijo con el aire de quien revela un secreto.

Pensé que de repente se había hartado de cazar y estaba desistiendo del asunto. Simplemente dejé todo y empecé a prepararme para irnos. No lo miré. Supuse que también preparaba sus cosas. Al acabar, alcé la cara y lo vi sentado a unos metros, con las piernas cruzadas.

-Ya acabé -dije-. Podemos irnos cuando sea.

Se levantó para trepar a una roca. Parado allí, a más de metro y medio sobre el suelo, me miró. Puso las manos a ambos lados de la boca y emitió un so­nido muy prolongado y penetrante. Era como una sirena de fábrica, amplificada. Girando, describió un círculo completo mientras producía el ulular.

-¿Qué hace usted, don Juan? -pregunté.

Dijo que estaba dando la señal para que todo el mundo se fuera a su casa. Yo me hallaba completa­mente desconcertado. No podía saber si don Juan bromeaba o si sencillamente había perdido la razón. Lo observé con atención y traté de relacionar lo que hacía con algo que hubiera dicho antes. Apenas si habíamos hablado en toda la mañana, y no pude re­cordar nada de importancia.

Don Juan seguía parado encima de la roca. Me miró, sonrió y guiñó de nuevo él ojo. De pronto me alarmé. Don Juan puso las manos a los lados de la boca y dejó oír otro largo sonido de silbato.

Dijo que eran las ocho de la mañana y que volvie­ra a disponer mis arreos, porque teníamos un día en­tero por delante.

Para entonces, me encontraba hundido en la con­fusión. En cuestión de minutos, mi temor se convir­tió en un deseo irresistible de salir corriendo. Pensé que don Juan estaba loco. Me disponía a huir cuan­do él se deslizó al suelo y vino a mí, sonriente.

-Crees que estoy loco, ¿no? -preguntó.

Le dije que su inesperado comportamiento me es­taba sacando de mis casillas.

Respondió que estábamos a mano. No comprendí a qué se refería. Me preocupaba hondamente la idea de que sus acciones parecían totalmente insanas. Ex­plicó que con la pesadez de su conducta inesperada había tratado a propósito de sacarme de mis casillas, porque yo mismo lo estaba desquiciando con la pesa­dez de mi conducta esperada. Añadió que mis rutinas eran igual de locas como su ulular de silbato.

Sobresaltado, afirmé que en realidad no tenía nin­guna rutina. De hecho, dije, creía que mi vida era un lío a causa de mi carencia de rutinas saludables.

Don Juan rió y me hizo seña de sentarme junto a él. Toda la situación había vuelto a cambiar miste­riosamente. Mi miedo se desvaneció al empezar don Juan a hablar.

-¿Cuáles son mis rutinas? -pregunté.

-Todo cuanto haces es una rutina.

-¿No somos todos así?

-No todos. Yo no hago cosas por rutina.

-¿A qué viene todo esto, don Juan? ¿Qué cosa hice o dije para que usted actuara como actuó?

-Te estabas preocupando por el almuerzo.

-Yo no le dije nada; ¿cómo supo usted que me preocupaba por el almuerzo?

-Te preocupas por comer todos los días a eso de las doce, y a eso de las seis de la tarde, y a eso de las ocho de la mañana -dijo con una sonrisa maliciosa-. A esas horas te preocupas por comer, aunque no tengas hambre.

"Para mostrar tu espíritu de rutina, me bastó con tocar mi silbato. Tu espíritu está entrenado para tra­bajar con una señal."

Se me quedó viendo con una pregunta en los ojos. No pude defenderme.

-Ahora te dispones a convertir la caza en una ru­tina -prosiguió-. Ya has marcado tu paso en la cacería; hablas a cierta hora, comes a cierta hora, y te quedas dormido a cierta hora.

Yo no tenía nada que decir. La forma en que don Juan había descrito mis hábitos alimenticios era la norma que yo usaba para todo lo de mi vida. Sin embargo, sentía vigorosamente que mi vida era me­nos rutinaria que las de casi todos mis amigos y co­nocidos.

-Ya conoces mucho de caza -continuó don Juan-. Te será fácil darte cuenta de que un buen cazador conoce sobretodo una cosa: conoce las ruti­nas de su presa. Eso es lo que lo hace buen cazador.

"Si recuerdas el modo como te he ido enseñando a cazar, tal vez entiendas lo que digo. Primero te en­señé a hacer y a instalar tus trampas, luego te enseñé las rutinas de los animales que perseguías, y luego probamos las trampas contra sus rutinas. Esas partes son las formas externas de la caza.

"Ahora tengo que enseñarte la parte final, y defi­nitivamente la más difícil. Tal vez pasarán años antes de que puedas decir que la entiendes y que eres un cazador."

Don Juan hizo una pausa como para darme tiem­po. Se quitó el sombrero e imitó los movimientos de aseo de los roedores que habíamos estado obser­vando. Me resultó muy gracioso. Su cabeza redonda lo hacía parecer uno de tales roedores.

-Ser cazador es mucho más que sólo atrapar ani­males -prosiguió-. Un cazador digno de serlo no captura animales porque pone trampas, ni porque conoce las rutinas de su presa, sino porque él mismo no tiene rutinas. Esa es su ventaja. No es de ningún modo cómo los animales que persigue, fijos en ruti­nas pesadas y en caprichos previsibles; es libre, flui­do, imprevisible

Lo que don Juan decía me sonaba a idealización arbitraria e irracional. No podía yo concebir una vida sin rutinas. Quería ser muy honesto con él, y no sólo estar de acuerdo o en desacuerdo con sus pareceres. Sentía que la idea que él tenía en mente no era realizable ni por mí ni por nadie más.

-No me importa lo que sientas -dijo-. Para ser cazador debes romper las rutinas de tu vida. Has progresado en la caza. Has aprendido rápido y aho­ra puedes ver que eres como tu presa, fácil de pre­decir.

Le pedí especificar y darme ejemplos concretos.

-Estoy hablando de la caza -dijo calmadamen­te-. Por tanto, me interesan las cosas que los ani­males hacen; los sitios donde comen; el sitio, el modo, la hora en que duermen; dónde anidan; cómo andan. Éstas son las rutinas que te estoy señalando para que tú puedas darte cuenta de ellas en tu pro­pio ser.

"Has observado las costumbres de los animales en el desierto. Comen o beben en ciertos lugares, ani­dan en determinados sitios, dejan sus huellas en de­terminada forma; de hecho, un buen cazador puede prever o reconstruir todo cuanto hacen.

"Como ya te dije, tú en mi parecer te portas como tu presa. Una vez en mi vida alguien me señaló a mí lo mismo, de modo que no eres el único. Todos nosotros nos portamos como la presa que persegui­mos. Eso, por supuesto, nos hace ser la presa de al­gún otro. Ahora bien, el propósito de un cazador, que conoce todo esto, es dejar de ser él mismo una presa. ¿Ves lo que quiero decir?"

Expresé de nuevo el parecer de que su meta era inalcanzable.

-Toma tiempo -dijo don Juan-. Podrías em­pezar no almorzando todos los días a las doce en punto.

Me miró con una sonrisa benévola. Su expresión era muy chistosa y me hizo reír.

-Pero hay ciertos animales que son imposibles de rastrear -prosiguió-. Hay ciertas clases de venado, por ejemplo, que un cazador con mucha suerte pue­de encontrarse, a lo mejor, una vez en su vida. ,

Don Juan hizo una pausa dramática y me miró con ojos penetrantes. Parecía esperar una pregunta, pero yo no tenía ninguna.

-¿Qué crees que los hace tan difíciles de hallar, y tan únicos? -preguntó.

Alcé los hombros porque no sabía qué decir.

-No tienen rutinas -dijo él en tono de revela­ción-. Eso es lo que los hace mágicos

-Un venado tiene que dormir de noche -dije-. ¿No es eso una rutina?

-Seguro; si el venado duerme todas las noches a tal hora y en tal sitio. Pero esos seres mágicos no se portan así. Tal vez algún día puedas verificarlo por ti mismo. Acaso sea tu destino perseguir a uno de ellos el resto de tu vida.

-¿Qué quiere usted decir?

-A ti te gusta cazar; tal vez algún día, en algún, lugar del mundo, tu camino se cruce con el camino de un ser mágico y vayas en pos de él.

"Un ser mágico es cosa de verse. Yo tuve la for­tuna de cruzarme con uno. Nuestro encuentro tuvo lugar cuando yo ya había aprendido y practicado mu­cha cacería. Una vez estaba en un bosque de árboles densos, en las montañas de Oaxaca, cuando de re­pente oí un silbido muy dulce. Era desconocido para mí; nunca, en todos mis años de andar por las sole­dades, había escuchado un sonido así. No podía si­tuarlo en el terreno; parecía venir de distintos sitios. Pensé que a los mejor estaba rodeado por un hatajo de animales desconocidos.

"Volví a oír el encantador silbido; parecía venir de todas partes. Entonces me di cuenta de mi buena suerte. Supe que era un ser mágico, un venado. Sa­bía también que un venado mágico conoce las ruti­nas de los hombres comunes y las rutinas de los ca­zadores.

"Es muy sencillo figurarse qué haría un hombre cualquiera en una situación así. Primero que nada, su miedo lo convertiría inmediatamente en una presa. Una vez que se convierte en presa, le quedan dos cursos de acción. O corre o se planta. Si no está armado, por lo común huye a campo abierto y corre para salvar la vida. Si está armado, prepara su arma y se planta, congelándose en su sitio o tirándose al suelo.

"Un cazador, en cambio, cuando se adentra en el monte, nunca se mete a ninguna parte sin fijar sus puntos de protección; por tanto, se pone de inmediato a cubierto. Deja caer su poncho al suelo, o lo cuel­ga de una rama, como señuelo, y luego se e







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