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X. HACERSE ACCESIBLE AL PODER



 

Jueves, agosto 17, 1961

 

APENAS bajé del coche, me quejé con don Juan de no sentirme bien.

-Siéntate, siéntate -dijo suavemente, y casi me llevó de la mano a su pórtico. Sonrió y me palmeó la espalda.

Dos semanas antes, el 4 de agosto, don Juan, como había dicho, cambió de táctica conmigo y me permi­tió ingerir unos botones de peyote. Durante la parte álgida de mi experiencia alucinatoria, jugué con un perro que vivía en la casa donde la sesión tuvo lu­gar. Don Juan interpretó mi interacción con el perro como un evento muy especial. Aseveró que en mo­mentos de poder como el que yo viví entonces, el mundo de los asuntos ordinarios no existía y nada podía darse por hecho; que el perro no era en reali­dad un perro sino la encarnación de Mescalito, el poder o deidad contenido en el peyote.

Los efectos posteriores de aquella experiencia fue­ron un sentido general de fatiga y melancolía, así como la incidencia de sueños y pesadillas excepcional­mente vívidos.

-¿Dónde está tu equipo de escribir? -preguntó don Juan cuando tomé asiento en el pórtico.

Yo había dejado mis cuadernos en el coche. Don Juan fue y sacó con cuidado mi portafolio y lo trajo a mi lado.

Preguntó si al caminar solía llevar mi portafolio. Dije que sí.

-Eso es una locura -repuso-. Te he dicho que cuando camines no lleves nada en las manos. Con­sigue una mochila.

Reí. La idea de llevar mis notas en una mochila era absurda. Le dije que por lo común usaba traje, y que una mochila sobre un traje de tres piezas ofre­cería un espectáculo risible.

-Ponte el saco encima de la mochila -dijo él-. Mejor que la gente te crea jorobado, y no que te arruines el cuerpo cargando todo esto.

Me instó a sacar mi libreta y escribir. Parecía es­forzarse deliberadamente por ponerme a mis anchas.

Volví a quejarme de la sensación de incomodidad física y el extraño sentimiento de desdicha que expe­rimentaba. Don Juan río y dijo:

-Estás empezando a aprender.

Tuvimos entonces una larga conversación. Dijo que Mescalito, al permitirme jugar con él, me había señalado como un "escogido" y que don Juan, aun­que el oráculo lo desconcertaba porque yo no era in­dio, iba a pasarme ciertos conocimientos secretos. Dijo que él mismo había tenido un "benefactor" que le enseñó a convertirse en "hombre de conocimiento".

Sentí que algo terrible estaba a punto de ocurrir. La revelación de que yo era su escogido, junto con la indudable rareza de sus modos y el efecto devastador que el peyote había tenido sobre mí, creaban un es­tado de aprensión e indecisión insoportables. Pero don Juan desechó mis sentimientos, recomendándome pensar únicamente en la maravilla de Mescalito ju­gando conmigo.

-No pienses en nada más -dijo-. El resto te lle­gará solo.

Se puso en pie y me dio palmaditas en la cabeza y dijo con voz muy suave:

-Te voy a enseñar a hacerte guerrero del mismo modo que te he enseñado a cazar. Pero te hago la ad­vertencia de que aprender a cazar no te ha hecho ca­zador, ni el aprender a ser guerrero te hará guerrero.

Experimenté un sentimiento de frustración, una desazón física que bordeaba en la angustia. Me quejé de los vívidos sueños y pesadillas que tenía. Don Juan pareció deliberar un momento y volvió asentarse.

-Son sueños raros -dije.

-Siempre has tenido sueños raros -replicó.

-Le digo, esta vez son de veras más raros que cua­lesquiera que haya tenido.

-No te preocupes. Sólo son sueños. Como los sue­ños de cualquier soñador común y corriente, no tie­nen poder. Conque ¿de qué sirve preocuparse por ellos o hablar de ellos?

-Me molestan, don Juan. ¿No hay algo que pue­da yo hacer para detenerlos?

-Nada. Déjalos pasar -dijo-. Ya es tiempo de que te hagas accesible al poder, y vas a comenzar abordando el soñar.

El tono con que dijo "soñar" me hizo pensar que usaba la palabra en un sentido muy particular. Me­ditaba una pregunta pertinente cuando él habló de nuevo.

-Nunca te he dicho del soñar, porque hasta aho­ra sólo me proponía enseñarte a ser cazador -dijo-. Un cazador no se ocupa de manipular poder; por eso sus sueños son sólo sueños. Pueden calarle hondo, pero no son soñar.

"Un guerrero, en cambio, busca poder, y una de las avenidas al poder es el soñar. Puedes decir que la di­ferencia entre un cazador y un guerrero es que el gue­rrero va camino al poder, mientras el cazador no sabe nada de él, o muy poco."

"La decisión de quién puede ser guerrero y quién puede ser sólo cazador, no depende de nosotros. Esa decisión está en el reino de los poderes que guían a los hombres. Por eso tu juego con Mescalito fue una señal tan importante. Esas fuerzas te guiaron a mí; te llevaron a aquella terminal de autobuses, ¿recuer­das? Un payaso te llevó a donde yo estaba. Un au­gurio perfecto: un payaso dándome la señal. Así, te enseñé a ser cazador, y luego la otra señal perfecta: Mescalito en persona jugando contigo. ¿Ves a qué me refiero?"

Su extraña lógica me avasallaba. Sus palabras crea­ban visiones en las que yo sucumbía a algo tremendo y desconocido, algo que yo no buscaba y cuya existen­cia no había concebido ni en mis fantasías más des­bordantes.

-¿Qué propone usted que haga? -pregunté.

-Hacerte accesible al poder; abordar tus sueños -repuso-. Los llamas sueños porque no tienes po­der. Un guerrero, siendo un hombre que busca poder, no los llama sueños, los llama realidades.

-¿Quiere usted decir que el guerrero toma sus sue­ños como si fueran realidad?

-No toma nada como si fuera ninguna otra cosa. Lo que tú llamas sueños son realidades para un guerrero. Debes entender que un guerrero no es ningún tonto. Un guerrero es un cazador inmaculado que anda a caza de poder; no está borracho, ni loco, y no tiene tiempo ni humor para fanfarronear, ni para mentirse a sí mismo, ni para equivocarse en la jugada. La apuesta es demasiado alta. Lo que pone en la mesa es su vida dura y ordenada, que tanto tiempo le llevó perfeccionar. No va a desperdiciar todo eso por un estúpido error de cálculo, o por tomar una cosa por lo que no es.

"El soñar es real para un guerrero porque allí puede actuar con deliberación, puede escoger y rechazar; puede elegir, entre una variedad de cosas, aquellas que llevan al poder, y luego puede manejarlas y usarlas, mientras que en un sueño común y corriente no puede actuar con deliberación."

-¿Quiere usted decir entonces, don Juan, que el soñar es real?

-Claro que es real.

-¿Tan real como lo que estamos haciendo ahora?

-Si se trata de hacer comparaciones, yo diría que a lo mejor es más real. En el soñar tienes poder; puedes cambiar las cosas; puedes descubrir incontables hechos ocultos; puedes controlar lo que quieras.

Las premisas de don Juan siempre me resultaban atractivas a cierto nivel. Yo comprendía fácilmente su gusto por la idea de que uno podía hacer cualquier cosa en los sueños, pero no me era posible tomarlo en serio. El salto era demasiado grande.

Nos miramos un momento. Sus aseveraciones eran locas, y sin embargo, hasta donde yo sabía, él era uno de los hombres más cuerdos que yo había conocido.

Le dije que no podía creerlo capaz de tomar sus sueños por realidades. Él río chasqueando la lengua, como si conociese la magnitud de mi posición insos­tenible; luego se levantó sin decir palabra y entró en la casa.

Quedé sentado largo rato, en un estado de estupor, hasta que don Juan me llamó a la parte trasera de su casa. Había preparado atole de maíz, y me dio un cuenco.

Le pregunté por las horas de vigilia. Quería saber si daba a ese tiempo un nombre en particular. Pero él no comprendió o no quiso responder.

-¿Cómo llama usted a lo que estamos haciendo ahora? -pregunté, queriendo decir que lo que está­bamos haciendo era realidad, en contraposición con los sueños.

-Yo lo llamo comer -dijo, conteniendo la risa.

-Yo lo llamo realidad -dije-. Porque nuestro comer está verdaderamente teniendo lugar.

-El soñar también tiene lugar -repuso con una risita-. Y lo mismo el cazar, el caminar, el reír.

No insistí en la discusión, a pesar de que ni estirán­dome más allá de mis limites me era posible aceptar su planteamiento. Él parecía deleitarse con mi desesperación.

Apenas terminamos de comer, dijo como al acaso que íbamos a salir de excursión, pero no recorrería­mos el desierto como habíamos hecho antes.

-Esta vez será distinto -dijo-. De ahora en ade­lante vamos a ir a sitios de poder; vas a aprender a ponerte al alcance del poder.

Expresé nuevamente mi conflicto. Dije no estar ca­lificado para tal empresa.

-Vamos, te estás entregando a miedos tontos -dijo él en voz baja, dándome palmadas en la espalda y sonriendo con benevolencia-. He estado alimen­tando tu espíritu de cazador. Te gusta dar vueltas conmigo por este hermoso desierto. Es demasiado tarde para volverte atrás.

Echó a andar para adentrarse en el chaparral. Con la cabeza me hizo gesto de seguirlo. Yo habría podi­do ir a mi coche y marcharme, pero me gustaba an­dar con él por ese hermoso desierto. Me gustaba la sensación, experimentada sólo en su compañía, de que éste era en verdad un mundo tremendo y misterioso, pero bello. Como él decía, me hallaba enganchado.

Don Juan me condujo a los cerros hacia el este. Fue una larga caminata. El día era cálido; sin em­bargo, el calor, que de ordinario me habría parecido insoportable, pasaba desapercibido de alguna manera.

Nos adentramos bastante en una cañada, hasta que don Juan hizo un alto y tomó asiento a la sombra de unos peñascos. Yo saqué de mi mochila unas ga­lletas, pero me dijo que no perdiera mi tiempo en eso.

Dijo que debía sentarme en un sitio prominente. Señaló un peñasco aislado, casi redondo, a tres o cua­tro metros de distancia, y me ayudó a trepar a la cima. Pensé que. también él se sentaría allí, pero es­caló sólo parte del camino para darme unos trozos de carne seca. Me dijo, con una expresión mortal­mente seria, que era carne de poder y debía mascarse muy despacio y no había que mezclarla con otra co­mida. Luego regresó a la zona sombreada y tomó asiento con la espalda contra una roca. Parecía rela­jado, casi soñoliento. Permaneció en la misma postura hasta que hube acabado de comer. Entonces en­derezó la espalda e inclinó la cabeza a la derecha.

Parecía escuchar con atención. Me miró dos o tres veces, se puso en pie abruptamente y empezó a reco­rrer el entorno con los ojos, como haría un cazador. Automáticamente me congelé en mi sitio; sólo movía los ojos para seguir sus movimientos. Con mucho cuidado se metió detrás de unas rocas, como si espe­rara que llegasen presas al área donde nos hallába­mos. Advertí entonces que estábamos en un recodo redondo, a manera de ensenada en la cañada seca, ro­deado por peñascos de piedra arenisca.

Repentinamente, don Juan dejó la protección de las rocas y me sonrió. Estiró los brazos, bostezó y fue hacia el peñasco donde me encontraba. Relajé mi tensa posición y torné asiento.

-¿Qué pasó? -pregunté en un susurro.

Él me respondió, gritando, que no había por allí nada de qué preocuparse.

Sentí de inmediato una sacudida en el estómago. La respuesta estaba fuera de lugar, y me resultaba inconcebible que hablase a gritos sin tener una razón específica para ello.

Empecé a deslizarme hacia tierra, pero él gritó que debía quedarme allí un rato más.

-¿Qué hace usted? -pregunté.

Sentándose, se ocultó entre dos rocas al pie del pe­ñasco donde yo estaba, y luego dijo, en voz muy alta, que sólo había estado cerciorándose porque le pareció haber oído un ruido.

Pregunté si había oído a algún animal grande. Se llevó la mano a la oreja y gritó que no me oía y que yo debía gritar. a mi vez. Me sentía incómodo voci­ferando, pero él me instó, en voz alta, a hablar fuerte. Grité que quería saber qué ocurría, y él respondió de igual manera que de verdad no había nada por allí. Preguntó si veía yo algo fuera de lo común desde la cima del peñasco. Dije que no, y me pidió descri­birle el terreno hacia el sur.

Conversamos a gritos durante un rato, y luego me hizo seña de bajar. Cuando estuve a su lado, me su­surró al oído que los gritos eran necesarios para dar a conocer nuestra presencia, pues yo tenía que hacer­me accesible al poder de ese ojo de agua específico.

Miré en torno, pero no vi el ojo de agua. Don Juan indicó que estábamos parados sobre él.

-Aquí hay agua -dijo en un susurro- y también poder. Aquí hay un espíritu y tenemos que sonsacar­lo; a lo mejor viene tras de ti.

Quise más información acerca del supuesto espíritu, pero don Juan insistió en el silencio total. Me acon­sejó permanecer absolutamente quieto, sin dejar es­capar un susurro ni hacer el menor movimiento que traicionara nuestra presencia.

Al parecer, le era fácil pasar horas enteras en com­pleta inmovilidad; para mí, sin embargo, resultaba una tortura. Se me durmieron las piernas, la espalda me dolía, y la tensión aumentaba en torno a mi cue­llo y mis hombros. Tenía todo el cuerpo frío e in­sensible. Me hallaba en gran incomodidad cuando don Juan finalmente se puso de pie. Simplemente se incorporó de un salto y me tendió la mano para ayudarme a levantarme.

Al tratar de estirar las piernas, tomé conciencia de la facilidad inconcebible con que don Juan se puso en pie tras horas de inmovilidad. Mis músculos tardaron un buen rato en recobrar la elasticidad necesaria para caminar.

Don Juan emprendió el regreso a la casa. Cami­naba con extrema lentitud. Marcó un largo de tres pasos como la distancia a la cual yo debía seguirlo. Dio rodeos en torno a la ruta de costumbre y la cruzó cuatro o cinco veces en distintas direcciones; cuando por fin llegamos a su casa, la tarde declinaba.

Traté de interrogarlo sobre los eventos del día. Explicó que hablar era innecesario. Por el momento, debía abstenerse de hacer preguntas hasta que estu­viésemos en un sitio de poder.

Me moría por saber a qué se refería e intenté su­surrar una pregunta, pero él me recordó, con una mirada fría y severa, que hablaba en serio.

Estuvimos horas sentados en su pórtico. Yo traba­jaba en mis notas. De tiempo en tiempo, él me daba un trozo de carne seca; finalmente, la penumbra se adensó demasiado para escribir. Traté de pensar en los acontecimientos del día, pero alguna parte de mí mismo rehusó hacerlo y me quedé dormido.

 

Sábado, agosto 19, 1961

 

Ayer en la mañana, don Juan y yo fuimos al pueblo y desayunamos en una fonda. Él me aconsejó no cam­biar demasiado drásticamente mis hábitos alimen­ticios.

-Tu cuerpo no está acostumbrado a la carne de poder -dijo-. Te enfermarías si no comieras tu comida.

Él mismo comió con gran apetito. Cuando hice una broma al respecto, se limitó a decir:

-A mi cuerpo le gusta todo.

A eso del mediodía regresamos a la cañada. Procedimos a darnos a notar al espíritu por medio de "conversación a viva voz" y de un silencio forzado que duró horas.

Cuando dejamos el lugar, en vez de dirigirse a la casa, don Juan echó a andar en dirección de las mon­tañas. Llegamos primero a unas cuestas suaves, y lue­go trepamos a la cima de unos cerros altos. Allí, eligió un sitio para descansar en el área abierta, sin sombra. Me dijo que debíamos esperar hasta el crepúsculo y que me condujera en la forma más natural posible, lo cual incluía preguntar cuanto quisiera.

-Sé que el espíritu anda por ahí, al acecho -dijo en voz muy baja.

-¿Dónde?

-Ahí, en los matorrales.

-¿Qué clase de espíritu es?

Me miró con expresión intrigada y repuso:

-¿Cuántas clases hay?

Ambos reímos. Yo hacía preguntas por puro ner­viosismo.

-Saldrá a la puesta del sol -dijo-. Nomás te­nemos que esperar.

Permanecí en silencio. Me había quedado sin pre­guntas.

-Ahora es cuando hay que seguir hablando -di­jo-. La voz humana atrae a los espíritus. Hay uno ahí acechando en estos momentos. Nos estamos po­niendo a su alcance, así que sigue hablando.

Experimenté un sentido idiota de vacuidad. No se me ocurría nada que decir. Don Juan rió y me palmeó la espalda.

-Eres todo un caso -dijo-. Cuando tienes que hablar, pierdes la lengua. Anda, dale a las encías.

Hizo un gesto hilarante de entrechocar las encías, abriendo y cerrando la boca a gran velocidad.

-Hay ciertas cosas de las que sólo hablaremos, de hoy en adelante, en sitios de poder -prosiguió-. Te he traído aquí porque ésta es tu primera prueba. Éste es un sitio de poder, y aquí sólo podemos hablar de poder.

-Yo en realidad no sé lo que es el poder -dije.

-El poder es algo con lo cual un guerrero se las ve -repuso-. Al principio es un asunto increíble, traído a la mala; hasta pensar en el poder es difícil. Eso es lo que te está pasando ahora. Luego, el poder se convierte en cosa seria; uno capaz ni lo tenga, o ni siquiera se dé cuenta cabal de que existe, pero uno sabe que hay algo allí, algo que no se notaba antes. Es en ese entonces que el poder se manifiesta como algo incontrolable que le viene a uno. No me es posible decir cómo viene ni qué es en realidad. No es nada, y sin embargo hace aparecer maravillas de­lante de tus propios ojos. Y finalmente, el poder es algo dentro de uno mismo, algo que controla nuestros actos y a la vez obedece nuestro mandato.

Hubo una corta pausa. Don Juan me preguntó si había entendido. Me sentí ridículo al responder que sí. Él pareció advertir mi desaliento, y chasqueó la lengua.

-Voy a enseñarte aquí mismo el primer paso hacia el poder -dijo como si me estuviera dictando una carta-. Voy a enseñarte cómo arreglar los sueños.

Volvió a mirarme y me preguntó si entendía lo que él quería decir. No lo había comprendido. Me sonaba casi incoherente. Explicó que "arreglar los sueños" significaba tener un dominio conciso y pragmático de la situación general de un sueño, comparable al dominio que uno tiene en el desierto sobre cualquier decisión que uno haga, como la de trepar a un cerro o quedarse en la sombra de una cañada.

-Tienes que empezar haciendo algo muy sencillo -dijo-. Esta noche, en tus sueños, debes mirarte las manos.

Solté la risa. Su tono era tan objetivo que parecía estarme indicando algo común y corriente.

-¿De qué te ríes? -preguntó, sorprendido.

-¿Cómo puedo mirarme las manos en sueños?

-Muy sencillo, enfoca en ellas tus ojos, así.

Inclinó la cabeza hacia adelante y se quedó viendo sus manos, con la boca abierta. El gesto era tan cómi­co que no pude menos que reír.

-En serio, ¿cómo espera usted que haga eso? -pre­gunté.

-Como te dije -respondió, seco-. Claro, puedes mirarte lo que te dé tu chingada gana: los pies, o la panza, o el pito, si quieres. Te dije las manos porque fueron lo que a mí se me hizo más fácil mirar. No pienses que es un chiste. Soñar es igual de serio que ver o morir o cualquier otra cosa en este temible y misterioso mundo, .

"Tómalo como una cosa divertida. Imagina todas las cosas inconcebibles que podrías lograr. Un hom­bre que caza poder no tiene casi ningún límite en su soñar."

Le pedí darme algunas indicaciones o señales más precisas.

-No hay ninguna indicación -dijo. Sólo que te mires las manos.

-Tiene que haber algo más que usted puede de­cirme -insistí.

Sacudió la cabeza y achicó los ojos, lanzándome vistazos breves.

-Cada uno de nosotros es distinto -dijo por fin-. Lo que tú llamas señales precisas no sería sino lo que yo mismo hice cuando estaba aprendiendo. No somos iguales; ni siquiera nos parecemos un poco.

-Quizá me ayude cualquier cosa que usted diga.

-Sería más sencillo que empezaras a mirarte las manos, y ya.

Parecía estar organizando sus ideas; su cabeza osci­ló de arriba a abajo.

-Cada vez que miras una cosa en tus sueños, esa cosa cambia de forma -dijo tras un largo silencio-. La movida de arreglar los sueños, está claro, no es sólo mirar las cosas, sino mantenerlas a la vista. El soñar es real cuando uno ha logrado poner todo en foco. Entonces no hay diferencia entre lo que haces cuando duermes y lo que haces cuando no estás dor­mido. ¿Ves a qué me refiero?

Confesé que, si bien comprendía lo que me había dicho, era incapaz de aceptar su planteamiento. Hice la observación de que, en un mundo civilizado, nu­merosas personas sufrían ilusiones y no podían dis­tinguir entre los hechos del mundo real y lo que tenía lugar en sus fantasías. Tales personas, dije, eran sin duda enfermos mentales, y mi inquietud crecía siem­pre que don Juan me recomendaba actuar como un loco.

Después de mi larga explicación, don Juan hizo un cómico gesto de desesperanza llevándose las manos a las mejillas y suspirando hondamente.

-Deja en paz tu mundo civilizado -dijo-. !Dé­jalo! Nadie te pide que te portes como un loco. Ya te lo he dicho: un guerrero necesita ser perfecto para manejar los poderes que caza; ¿cómo puedes concebir que un guerrero no sea capaz de diferenciar las cosas?

"En cambio, tú, amigo mío, que conoces lo que es el mundo real, te perderías y morirías en un instante si tuvieras que depender de tu capacidad para distin­guir qué cosa es real y cuál no."

Evidentemente, yo no había expresado lo que en verdad tenía en mente. Cada vez que protestaba, no hacía más que dar voz a la insoportable frustración de hallarme en una posición insostenible.

-No trato de convertirte en un hombre enfermo y loco -prosiguió don Juan-. Eso puedes hacerlo tú mismo sin ayuda mía. Pero las fuerzas que nos guían te trajeron a mí, y yo me he esforzado por enseñarte a cambiar tus costumbres idiotas y vivir la vida fuerte y clara de un cazador. Luego las fuerzas volvieron a guiarte y me dijeron que debes aprender a vivir la vida impecable de un guerrero. Al parecer no puedes. Pero ¿quién sabe? Somos tan misteriosos y tan temibles como este mundo impenetrable, con­que ¿quién sabe de lo que seas capaz?

Un tono de tristeza se entramaba en la voz de don Juan. Quise disculparme, pero él empezó a ha­blar de nuevo.

-No tienes que mirarte las manos -dijo-. Como ya te dije, escoge cualquier cosa. Pero escógela por anticipado y encuéntrala en tus sueños. Te dije que tus manos porque tus manos siempre estarán allí.

"Cuando empiecen a cambiar de forma, debes apar­tar la vista de ellas y elegir alguna otra cosa, y cuando esa otra cosa empiece a cambiar de forma debes mirarte otra vez las manos. Lleva mucho tiempo per­feccionar esta técnica."

Me había concentrado tanto en escribir que no ha­bía notado que estaba oscureciendo. El sol ya había desaparecido en el horizonte. El cielo estaba nublado y el crepúsculo era inminente. Don Juan se puso en pie y miró de soslayo hacia el sur.

-Vámonos -dijo-. Tenemos que caminar al sur hasta que el espíritu del ojo de agua se manifieste.

Caminamos una media hora. El terreno cambió abruptamente y llegamos a una zona sin arbustos. Había un cerro grande y redondo donde había ardi­do la maleza. Parecía una cabeza calva. Caminamos hacia él. Pensé que don Juan iba a subir la suave la­dera, pero en vez de ello se detuvo y adoptó una postura muy atenta. Su cuerpo pareció haberse con­traído como una sola unidad, y se estremeció por un instante. Luego se relajó de nuevo y quedó en pie, flácido. No pude explicarme cómo se mantenía erecto con los músculos relajados a tal punto.

En ese momento, una racha muy fuerte de viento me sacudió. El cuerpo de don Juan giró en la direc­ción del viento, hacia el oeste. No usó los músculos para dar la vuelta, o al menos no los usó como yo los usaría al girar. Más bien, pareció que lo jalaban des­de afuera. Era como si otra persona le hubiese aco­modado el cuerpo para que pudiera mirar en otra di­rección.

Yo tenía la vista fija en él. Don Juan me miraba con el rabo del ojo. En su rostro había una expresión decidida, resuelta. Todo su ser se hallaba alerta, y yo lo contemplaba maravillado. Jamás me había visto en una situación que requiriese una concentración tan extraña.

De pronto, su cuerpo se estremeció como rociado por un súbito chubasco de agua fría. Experimentó otra sacudida y luego echó a andar como si nada hubiera pasado.

Lo seguí. Flanqueamos el cerro pelado, por el cos­tado oriental, hasta hallarnos en su parte media; allí se detuvo, volviéndose a encarar el oeste.

Desde donde estábamos, la cima del cerro no era tan redonda y lisa como había parecido a distancia. Había una cueva, o un hoyo, cerca de la cumbre. Fijé allí la vista porque don Juan hacía lo mismo. Otra fuerte racha de viento hizo trepar un escalofrío por mi espina dorsal. Don Juan volteó hacia el sur y escudriñó el área con los ojos.

-¡Allí! -dijo en un susurro y señaló un objeto en el suelo.

Esforcé los ojos por ver. Había algo en el suelo, a unos seis metros de distancia. Era café claro y se estremeció mientras lo miraba. Enfoqué allí toda mi atención. El objeto era casi redondo y parecía acurru­cado; de hecho, se veía como un perro hecho bola.

-¿Qué es? susurré a don Juan.

-No sé -respondió, también susurrando, mientras observaba el objeto-. ¿Qué te parece a ti?

Le dije que parecía ser un perro.

-Demasiado grande para perro -aseveró él.

Di unos pasos hacia el objeto, pero don Juan me detuvo con gentileza. Lo examiné de nuevo. Era de­finitivamente algún animal dormido o muerto. Casi podía verle la cabeza; sus orejas sobresalían como las de un lobo. Para entonces, me hallaba seguro de que era un animal acurrucado. Pensé que podía ser un ternero café. Se lo dije a don Juan, en susurro. Él respondió que era demasiado compacto para ternero, y además tenía las orejas picudas.

El animal volvió a estremecerse y entonces noté que estaba vivo. Pude ver que respiraba; sin embargo, no parecía respirar rítmicamente. Los alientos que tornaba eran más bien como temblores irregulares. En ese momento me di cuenta de algo.

-Es un animal que se está muriendo -susurré a don Juan.

-Tienes razón -respondió susurrando-. ¿Pero qué clase de animal?

Yo no podía distinguir sus rasgos específicos. Don ,Juan dio dos pasos cautos en su dirección. Lo seguí. Ya estaba entonces muy oscuro, y tuvimos que dar otros dos pasos para mantener el animal a la vista.

-Cuidado -me susurró don Juan al oído-. Si es un animal moribundo, puede saltarnos encima con sus últimas fuerzas.

El animal, fuera lo que fuese, parecía estar al borde de la muerte; su respiración era irregular, su cuerpo se estremecía espasmódicamente, pero no cambiaba de postura. En determinado momento, sin embargo, un espasmo tremendo lo elevó por encima del suelo. Oí un chillido inhumano y el animal estiró las patas: sus garras eran más que aterradoras, eran repugnan­tes. El animal cayó de lado después de estirar las patas y luego rodó sobre el lomo.

Oí un gruñido formidable y la voz de don Juan que gritaba:

-¡Corre! ¡Corre!

Y eso fue exactamente lo que hice. Corrí hacia la cúspide del cerro con increíble rapidez y agilidad. A medio camino me volví y vi a don Juan parado en el mismo sitio. Me hizo seña de bajar. Descendí co­rriendo la ladera.

-¿Qué pasó? -pregunté, sin aliento.

-Creo que el animal está muerto -dijo.

Avanzamos cautelosamente hacia el animal. Estaba tendido de espaldas. Al acercarme, casi grité de susto. Me di cuenta de que todavía no se hallaba muerto por completo. Su cuerpo temblaba aún. Las patas, estiradas hacia arriba, se sacudían frenéticamente. El animal estaba sin duda en sus últimas boqueadas.

Caminé delante de don Juan. Una nueva sacudida movió el cuerpo del animal y pude ver su cabeza. Me volví hacia don Juan, horrorizado. A juzgar por su cuerpo, el animal era a las claras un mamífero; sin embargo, tenía pico de ave.

Lo miré fijamente, presa de un horror total y absoluto. Mi mente rehusaba creerlo. Me hallaba atontado. Ni siquiera podía articular una palabra. Nunca en toda mi existencia había visto nada de tal naturaleza. Algo inconcebible se hallaba ahí frente a mis propios ojos. Quería que don Juan me expli­cara ese animal increíble, pero sólo pude mascullar incoherencias. Don Juan me miraba. Yo lo miré y miré al animal, y entonces algo dentro de mí arregló el mundo y supe de inmediato qué cosa era el ani­mal. Fui hasta él y lo recogí. Era una rama grande de arbusto. Se había quemado, y posiblemente el viento arrastró basura chamuscada que se atoró en la rama seca dándole la apariencia redonda y abultada de un animal grande. La basura quemada la hacía ver­se café claro en contraste con la vegetación verde.

Reí de mi estupidez y, excitado, expliqué a don Juan que el viento, al soplar a través de la rama, la había hecho parecer un animal vivo. Pensé que le complacería la forma en que resolví el misterio, pero él dio la media vuelta y empezó a subir al cerró. Lo seguí. Agachándose, entró en la depresión que pare­cía cueva. No era un hoyo, sino una muesca poco profunda en la piedra arenosa.

Don Juan tomó algunas varitas y las usó para ba­rrer la tierra acumulada en el fondo de la depresión.

-Hay que quitar las garrapatas -dijo.

Me hizo seña de tomar asiento y dijo que me pu­siera cómodo porque íbamos a pasar allí la noche.

Empecé a hablar de la rama, pero él me hizo callar.

-Lo que has hecho no es ningún triunfo -dijo-. Desperdiciaste un poder hermoso, un poder que in­fundió vida en aquella rama seca.

Dijo que el triunfo verdadero habría sido dejarme ir en pos del poder hasta que el mundo hubiera ce­sado de existir. No parecía disgustado conmigo ni desilusionado con mi desempeño. Declaró repetidas veces que éste era sólo el principio, que manejar po­der llevaba tiempo. Palmeándome el hombro, dijo en son de broma que ese mismo día, unas horas antes, yo era la persona que conocía qué era real y qué no.

Me sentí apenado. Empecé a pedir disculpas por mi tendencia a estar siempre tan seguro de mis supuestos.

-No importa -dijo él-. Esa rama era un animal verdadero y estaba viva en el momento en que el po­der la tocó. Siendo el poder lo que le daba vida, la movida era, como en el soñar, prolongar su visión. ¿Ves a qué me refiero?

Quise preguntar otra cosa, pero me calló y dijo que yo debía permanecer en completo silencio, pero despierto, toda la noche, y que él iba a hablar un rato.

Dijo que, como el espíritu conocía su voz, podía aplacarse al oírla y dejarnos en paz. Explicó que la idea de hacerse accesible al poder tenía graves impli­caciones. El poder era una fuerza devastadora que fá­cilmente podía conducir a la muerte, y había que tratarlo con enorme cuidado. Había que ponerse sis­temáticamente al alcance del poder, pero siempre con gran cautela.

Se procedía poniendo en evidencia la presencia propia a través de un despliegue contenido de pala­bras en voz alta o cualquier otro tipo de actividad ruidosa, y luego era obligatorio observar un silencio prolongado y total. Un estallido controlado y una quietud controlada eran la marca de un guerrero. Dijo que, propiamente, yo debía haber sostenido un rato más la visión del monstruo vivo. En forma do­minada, sin perder la razón ni trastornarme de exci­tación o miedo, debí haber pugnado por "parar el mundo". Don Juan señaló que, después de mi carrera cerro arriba, me hallaba en un estado perfecto para "parar el mundo". En tal estado se combinaban el temor, la impotencia, el poder y la muerte; dijo que sería bastante difícil repetir un estado así.

-¿Qué quiere usted decir con "parar el mundo"? -le susurré al oído.

Me lanzó una mirada feroz antes de responder que era una técnica practicada por quienes cazaban poder, una técnica por virtud de la cual el mundo, tal como lo conocemos, se derrumbaba.


XI. EL ÁNIMO DE UN GUERRERO

 

LLEGUÉ a la casa de don Juan el jueves 31 de agosto de 1961 y él, sin darme siquiera tiempo de saludar, metió la cabeza por la ventanilla de mi coche, me son­rió y dijo:

Tienes que manejar un trecho muy largo, a un sitio de poder, y ya casi es mediodía.

Abrió la puerta del coche, se sentó junto a mí en el asiento delantero y me indicó marchar hacia el sur durante unos ciento veinte kilómetros; luego to­mamos hacia el este por un camino de tierra y lo seguimos hasta llegar a las faldas de las montañas. Estacioné el coche a un lado del camino, en una hon­donada que don Juan eligió porque era lo bastante profunda para ocultar el vehículo a la vista. Desde allí fuimos directamente a la cima de los cerros bajos, cruzando un llano vasto y desolado.

Cuando se hizo de noche, don Juan escogió un si­tio para dormir. Exigió silencio completo.

 

A la mañana siguiente comimos frugalmente y con­tinuamos nuestro viaje más o menos hacia el este. La vegetación ya no constaba de matorrales desérticos, sino de densos arbustos y árboles verdes, de montaña.

Al mediar la tarde trepamos a la cima de un gi­gantesco risco de roca conglomerada, como un muro. Don Juan tomó asiento y me hizo seña de imitarlo.

-Éste es un sitio de poder -dijo tras una pausa momentánea-. Éste es el sitio donde los guerreros se enterraban hace mucho tiempo.

En aquel instante un cuervo voló sobre nuestras cabezas, graznando. Don Juan siguió su vuelo con una mirada fija.

Examiné la roca, y me preguntaba cómo y dónde habrían enterrado a los guerreros cuando don Juan me tocó el hombro.

-Aquí no, idiota -dijo sonriendo-. Allá abajo.

Señaló el campo a nuestros pies, al fondo del risco, hacia el este; explicó que dicho campo estaba rodeado por un corral natural de peñascos. Desde donde me hallaba, vi un área que tendría como cien metros de diámetro y parecía un circulo perfecto. Arbustos es­pesos cubrían su superficie, camuflando los peñascos. Yo no habría notado su redondez perfecta si don Juan no me la hubiera señalado.

Dijo que había montones de sitios así esparcidos en el viejo mundo de los indios. No eran exactamente sitios de poder, como ciertos cerros o formaciones de tierra que eran morada de espíritus, sino más bien sitios de instrucción donde uno podía recibir leccio­nes, resolver dilemas.

Todo lo que tienes que hacer es venir aquí -di­jo-. O pasar la noche en esta roca para poner en orden tus sentimientos.

-¿Vamos a pasar la noche aquí?

-Eso pensaba yo, pero un cuervito acaba de decir­me que no lo hagamos.

Traté de averiguar más sobre el cuervo, pero él me silenció con un ademán impaciente.

-Mira ese círculo de peñascos -dijo-. Grábatelo en la memoria y luego, algún día, un cuervo te lle­vará a otro de estos sitios. Mientras más perfecta sea su redondez, mayor es su poder.

-¿Todavía están sepultados aquí los huesos de los guerreros?

Don Juan hizo un cómico gesto de desconcierto y luego sonrió ampliamente.

-Éste no es un cementerio -dijo-. Nadie está sepultado aquí. Dije que en otro tiempo los guerreros se enterraban aquí. Quise decir que venían a ente­rrarse una noche, o dos días, o el tiempo que nece­sitaran. No decía que aquí estuvieran enterrados hue­sos de muertos. No me interesan los cementerios. No hay poder en ellos. En los huesos de un guerrero sí hay poder, pero nunca están en cementerios. Y en los huesos de un hombre de conocimiento todavía hay más poder, pero sería prácticamente imposible en­contrarlos.

-¿Quién es un hombre de conocimiento, don Juan?

-Cualquier guerrero podría llegar a ser hombre de conocimiento. Como ya te dije, un guerrero es un cazador impecable que caza poder. Si logra cazar, puede ser un hombre de conocimiento.

-¿Qué es lo que usted...?

Detuvo mi pregunta con un ademán. Se puso en pie, me hizo seña de seguirlo y empezó a descender por la empinada ladera oriental del risco. Había una vereda definida en la superficie casi perpendicular, y llevaba al área redonda.

Descendimos lentamente por el peligroso sendero, y al llegar a tierra don Juan, sin detenerse para nada, me guió por el denso chaparral hasta el centro del círculo. Allí utilizó unas gruesas ramas secas para barrer un sitio donde sentarnos. El sitio era también perfectamente redondo.

-Tenía la intención de enterrarte aquí toda la noche -dijo-. Pero ahora sé que todavía no te da. No tienes poder. Nada más voy a enterrarte un ratito.

Me puse muy nervioso con la idea de verme sepul­tado y le pregunté cómo planeaba enterrarme. Rió como un niño travieso y empezó a juntar ramas secas. No me dejó ayudarlo; dijo que me sentara y aguar­dase.

Echó las ramas que juntaba dentro del círculo des­pejado. Luego me hizo acostarme con la cabeza hacia el este, puso mi saco bajo mi cabeza e hizo una jaula en torno a mi cuerpo. La construyó clavando en la tierra suave trozos de ramas, de unos 75 centí­metros de largo; las ramas, terminadas en horquetas, sirvieron de soportes para unos palos largos que die­ron a la jaula un marco y la apariencia de un ataúd abierto. Cerró esa especie de caja colocando ramas pequeñas y hojas sobre las varas largas, encajonán­dome de los hombros para abajo. Dejó mi cabeza fuera, con el saco como almohada.

Luego tomó un trozo grueso de madera seca y, usándolo como coa, aflojó la tierra en torno de mí y cubrió con ella la jaula.

El marco era tan sólido y las hojas estaban tan bien puestas que no entró tierra. Yo podía mover libremente las piernas y, de hecho, entrar y salir, des­lizándome.

Don Juan dijo que por lo común el guerrero cons­truía la jaula y luego se metía en ella y la sellaba desde adentro.

-¿Y los animales? -pregunté-. ¿Pueden rascar la tierra de encima y colarse en la jaula y hacer daño al hombre?

-No, ésa no es preocupación para un guerrero. Es preocupación para ti porque tú no tienes poder. Un guerrero, en cambio, está guiado por su empeño in­flexible y puede alejar cualquier cosa. Ninguna rata, ni serpiente, ni puma podría molestarlo.

-¿Para qué se entierran, don Juan?

-Para recibir instrucción y para ganar poder.

Experimenté un sentimiento extremadamente agra­dable de paz y satisfacción; el mundo en aquel mo­mento parecía en calma. La quietud era exquisita y al mismo tiempo enervante. No me hallaba acostum­brado a ese tipo de silencio. Traté de hablar, pero don Juan me calló. Tras un rato, la tranquilidad del sitio afectó mi estado de ánimo. Me puse a pensar en mi vida y en mi historia personal y experimenté una familiar sensación de tristeza y remordimiento. Dije a don Juan que yo no merecía estar allí, que su mun­do era fuerte y bello y yo era débil, y que mi espíritu había sido deformado por las circunstancias de mi vida.

Él rió y amenazó con cubrirme la cabeza con tierra si seguía hablando en esa vena. Dijo que yo era un hombre. Y como cualquier hombre, merecía todo lo que era la suerte de los hombres: alegría, dolor, tristeza y lucha, y la naturaleza de nuestros actos carecía de importancia siempre y cuando actuáramos como guerreros.

Bajando la voz casi hasta un susurro, dijo que, si en verdad sentía yo que mi espíritu estaba deformado, simplemente debía componerlo -purificarlo, hacer­lo perfecto- porque en toda nuestra vida no había otra tarea más digna de emprenderse. No arreglar el espíritu era buscar la muerte, y eso era igual que no buscar nada, pues la muerte nos iba a alcanzar de cualquier manera.

Hizo una larga pausa y luego dijo, con un tono de profunda convicción:

-Buscar la perfección del espíritu del guerrero es la única tarea digna de nuestra hombría.

Sus palabras actuaron como un catalizador. Sentí el peso de mis acciones pasadas como una carga inso­portable y estorbosa. Admití que no había esperanza para mí. Empecé a llorar, hablando de mi vida. Dije que llevaba tanto tiempo de andar errante que me había encallecido al dolor y a la tristeza, excepto en ciertas ocasiones en las que me daba cuenta de mi soledad y de mi impotencia.

Don Juan no dijo nada. Me tomó por los sobacos y me sacó a rastras de la jaula. Me senté al verme libre. Él también tomó asiento. Un silencio incómodo se ahondó entre nosotros. Pensé que me estaba dan­do tiempo de recobrar la compostura. Tomé mi cua­derno y, por nerviosismo, me puse a garabatear.

-Te sientes como una hoja a merced del viento, ¿no? -dijo al fin, mirándome.

Así me sentía exactamente. Don Juan parecía com­penetrado de mis sentimientos. Dijo que mi estado de ánimo le recordaba una canción y empezó a can­tarla en tono bajo; su voz cantante era muy agrada­ble y la letra me arrebató: "Qué lejos estoy del suelo donde he nacido. Inmensa nostalgia invade mi pensamiento. Al verme tan solo y triste cual hoja al viento, quisiera llorar, quisiera morir de sen­timiento."

Callamos largo rato. Finalmente, él rompió el si­lencio.

-Desde el día en que naciste, de una forma u otra, alguien te ha estado haciendo algo -dijo.

-Eso es correcto -dije.

-Y te han estado haciendo algo en contra de tu voluntad.

-Cierto.

-Y ahora estás desamparado, cual hoja al viento.

-Correcto. Así es.

Dije que las circunstancias de mi vida habían sido, a veces, devastadoras. Él escuchó con atención, pero no pude saber si sólo lo hacía por amabilidad, o si estaba genuinamente preocupado, hasta que lo sor­prendí tratando de esconder una sonrisa.

-Por mucho que te guste compadecerte a ti mis­mo, tienes que cambiar eso -dijo con voz suave-. No encaja con la vida de un guerrero.

Rió y cantó nuevamente la canción, pero contor­sionando la entonación de ciertas palabras; el resul­tado fue un lamento risible. Señaló que el motivo de que me gustara la canción era que en mi propia vida yo no había hecho sino lamentarme y hallar defectos en todo. No pude discutir con él. Estaba en lo cierto. Sin embargo, yo creía tener motivos suficientes para justificar mi sentimiento de ser como una hoja al viento.

-Lo más difícil en este mundo es adoptar el áni­mo de un guerrero -dijo él-. De nada sirve estar triste y quejarse y sentirse justificado de hacerlo, cre­yendo que alguien nos está siempre haciendo algo. Nadie le está haciendo nada a nadie, mucho menos a un guerrero.

"Tú estás aquí, conmigo, porque quieres estar aquí. Ya deberías haber asumido la responsabilidad com­pleta, y la idea de que estás a merced del viento de­bería ser inadmisible."

Se puso de pie y empezó a desarmar la jaula. Volvió a poner la tierra en donde la había tomado, y cui­dadosamente esparció las ramas en el chaparral. Luego cubrió con desechos el círculo limpio, dejando el área como si nada la hubiese tocado jamás.

Comenté su eficacia. Dijo que un buen cazador sa­bría que habíamos estado allí por más cuidado que él tuviese, porque las huellas de los hombres no pue­den borrarse por entero.

Tomó asiento con las piernas cruzadas y me indicó sentarme lo más cómodo posible, dando la cara al sitio donde me había enterrado, y quedarme quieto hasta que mi ánimo de tristeza se hubiera disipado.

-Un guerrero se entierra para hallar poder, no para llorar de pena -dijo.

Intenté explicar, pero él me detuvo con un mo­vimiento impaciente de cabeza. Dijo que había tenido que sacarme aprisa de la jaula porque mi ánimo era intolerable y él temió que el sitio resintiese mi debi­lidad y me hiciera daño.

La pena no encaja con el poder -dijo-. El áni­mo de un guerrero implica que el guerrero se con­trola y al mismo tiempo se abandona.

-¿Cómo puede ser? -pregunté-. ¿Cómo se pue­de dominar y abandonar al mismo tiempo?

-Es una técnica difícil -dijo.

Pareció cavilar si debería seguir hablando o no. Dos veces estuvo a punto de decir algo, pero se con­tuvo y sonrió.

-Todavía no te sobrepones a tu tristeza -dijo-. Todavía te sientes débil y no tiene caso hablar ahora del ánimo de un guerrero.

Casi una hora transcurrió en completo silencio. Luego, don Juan me preguntó de buenas a primeras si había yo logrado aprender las técnicas de "soñar" que él me enseñó. Yo había practicado asiduamente y, tras un esfuerzo monumental, pude obtener cierto grado de control sobre mis sueños. Don Juan tenía mucha razón al decir que los ejercicios podían tomar­se como diversión. Por primera vez en mi vida, espe­raba yo con ansia la hora de dormir.

Le di un detallado reporte de mi progreso.

Aprender a sostener la imagen de mis manos había sido relativamente fácil una vez que aprendía darme la orden de mirarlas. Mis visiones, aunque no siem­pre eran de mis propias manos, duraban un tiempo aparentemente largo, hasta que terminaba por perder el control y sumergirme en sueños comunes, imprevi­sibles. Yo carecía de toda volición con respecto al momento en que me daba la orden de mirar mis manos, o de mirar otros elementos del sueño. Sim­plemente sucedía. En determinado instante recorda­ba que debía mirarme las manos y después ver el entorno. Sin embargo, había noches en las que no tenía memoria de haberlo hecho.

Don Juan pareció satisfecho y quiso saber cuáles eran los elementos habituales que yo había estado hallando en mis visiones. No se me ocurrió alguno en particular, y empecé a elaborar sobre un sueño pesadillesco que había tenido la noche anterior.

-Uy, ya te estás haciendo el loco -dijo con se­quedad.

Le dije que estaba anotando todos los detalles de mis sueños. Desde que había empezado la práctica de mirarme las manos, mis sueños habían adquirido mucha intensidad y mi capacidad de evocarlos había aumentado hasta el punto de que me era posible recordar detalles minúsculos. Él dijo que fijarse en eso era una pérdida de tiempo, porque los detalles y la vividez no tenían ninguna importancia.

-Los sueños comunes se vuelven muy vívidos ape­nas empiezas a arreglar los sueños -dijo-. Esa vivi­dez y claridad es una barrera formidable, y tú estás peor que cualquiera que yo haya conocido en mi vida. Tienes la peor manía. Escribes todo lo que puedes.

Con toda justeza, yo creía estar haciendo lo ade­cuado. Llevar un recuento meticuloso de mis sueños me daba cierto grado de claridad con respecto a la naturaleza de las visiones que tenía estando dormido.

-¡Déjalo! -dijo él, imperioso-. No sirve de nada. Lo único que estás haciendo es distraerte del propó­sito del soñar, que es el control y el poder.

Se acostó y se cubrió los ojos con el sombrero y habló sin mirarme.

-Voy a recordarte todas las técnicas que debes practicar -dijo-. Primero enfocas la mirada en tus manos, como punto de partida. Luego pasas la mirada a otras cosas y les echas vistazos cortos. Enfoca la mi­rada en tantas cosas como puedas. Recuerda que si sólo miras un momento las imágenes no cambian. Luego regresa a tus manos.

"Cada vez que te miras las manos renuevas el po­der necesario para soñar, conque al principio no mi­res demasiadas cosas. Cuatro cada vez serán suficien­tes. Más adelante, podrás irlas aumentando hasta que cubras todas las que quieras, pero apenas las imáge­nes empiecen a cambiar y sientas que estás perdiendo el dominio, regresa a tus manos.

"Cuando te sientas capaz de mirar las cosas inde­finidamente, estarás listo para una nueva técnica. Te la voy a enseñar ahora, pero no espero que la utilices sino hasta que estés listo."

Estuvo callado unos quince minutos. Por fin se sentó y me miró.

-El siguiente paso para arreglar los sueños es aprender a viajar -dijo-. De la misma forma en que has aprendido a mirarte las manos, puedes mo­verte con la voluntad, ir a cualquier sitio. Primero tienes que determinar a dónde quieres ir. Escoge un lugar bien conocido -puede ser tu escuela, o un par­que, o la casa de un amigo- y luego pon tu voluntad en ir allí.

"Esta técnica es muy difícil. Debes realizar dos ta­reas: debes trasladarte con la voluntad al sitio espe­cífico, y luego, cuando hayas dominado esa técnica, tienes que aprender a controlar el tiempo exacto de tu viaje."

Mientras anotaba sus palabras, sentía hallarme real­mente chiflado. Estaba de hecho anotando aberracio­nes sin sentido, esforzándome al máximo por seguir­las. Experimenté una oleada de remordimiento y ver­güenza.

-¿Qué me está usted haciendo, don Juan? -pre­gunté, sin querer decirlo realmente.

Pareció sorprendido. Me miró un instante y luego sonrió.

-Ya me has preguntado mil veces lo mismo. Yo no te estoy haciendo nada. Tú te estás poniendo al alcance del poder; lo estás cazando y yo nada más te guío.

Inclinó la cabeza hacia un lado y me examinó. Me tomó por la barbilla con una mano y por la nuca con la otra y luego movió mi cabeza hacia adelante y ha­cia atrás. Los músculos de mi cuello estaban muy tensos, y el movimiento redujo la tensión.

Don Juan alzó los ojos al cielo por un momento y pareció observar algo.

-Es hora de irse - dijo secamente y se puso en pie.

Caminamos más o menos hacia el oriente hasta llegar a un bosquecillo de árboles pequeños, en un valle entre dos enormes colinas. Eran casi las cinco de la tarde. Don Juan dijo, en tono casual, que tal vez tuviéramos que pasar la noche en ese lugar. Se­ñaló los árboles y dijo que por ahí había agua.

Tensó el cuerpo y empezó a olfatear el aire como un animal. Pude ver los músculos de su estómago contraerse en espasmos cortos, muy rápidos, mientras él exhalaba e inhalaba por la nariz en veloz sucesión. Me instó a imitarlo y a descubrir por mí mismo dón­de estaba el agua. Hice la prueba, con renuencia. Tras cinco o seis minutos de respirar aprisa me hallaba mareado, pero mi nariz se había despejado en forma extraordinaria y me era posible detectar el olor de sauces de río. Sin embargo, no podía decir dónde estaban.

Don Juan me indicó descansar unos minutos y lue­go me puso a olfatear de nuevo. La segunda ronda fue más intensa. Pude distinguir una bocanada de olor a sauce que llegaba de mi derecha. Nos encami­namos en esa dirección y hallamos, a cosa de medio kilómetro, un sitio pantanoso con agua estancada.

Rodeándolo, subimos a una meseta plana ligeramente más alta. Encima y en torno de la meseta el chaparral era muy denso.

-Este lugar está lleno de pumas y otros gatos de monte más chicos -dijo don Juan como si tal cosa.

Corrí a su lado y él soltó la risa.

-De plano, yo no vendría por aquí para nada. -dijo-. Pero el cuervo señaló en esta dirección. Debe haber algo especial en este sitio.

-¿Tenemos realmente que estar aquí, don Juan?

-Sí. De lo contrario, evitaría yo este sitio.

Yo me había puesto extremadamente nervioso. Don Juan me dijo que escuchara sus palabras con toda atención.

-Lo único que puede hacerse en este sitio es cazar pumas -prosiguió-. Así que voy a enseñarte eso.

"Hay un modo especial de construir una trampa para las ratas de agua que viven cerca de los ojos de agua. Sirven de cebo. Los lados de la jaula están hechos de modo que se caen, y al caer dejan al des­cubierto púas muy filosas. Las púas no se ven cuando la trampa está puesta, y no afectan nada a menos que algo caiga sobre la jaula; en ese caso los lados se caen y las púas atraviesan lo que haya pegado en la trampa."

Yo no entendía, pero él trazó un diagrama en el suelo y me mostró que, si los soportes verticales de la jaula se colocaban en hoyos cóncavos hechos en el marco a guisa de pivotes, la jaula se desplomaría para un lado o el otro cuando algo empujara su parte superior.

Las púas eran aguzadas astillas puntiagudas de madera dura, que se colocaban en todo el contorno del marco y se aseguraban a él.

Don Juan dijo que, por lo común, se ponía una pesada carga de piedras sobre una red de varas conec­tada a la jaula y colgada encima de ella, a buena altura. Cuando el gato montés llegaba a la trampa cebada con las ratas de agua, generalmente intentaba romperla de un fuerte zarpazo; entonces las púas le atravesaban las patas y el animal, frenético, daba el salto, echándose encima una avalancha de piedras.

-A lo mejor algún día necesitas atrapar un gato montés -dijo don Juan-. Tienen poderes especiales. Son tremendos y muy listos, y la única manera de atraparlos es engañándolos con el dolor y con el aro­ma de los sauces de río.

Con rapidez asombrosa armó una trampa, y tras larga espera capturó tres roedores rechonchos, con aspecto de ardillas.

Me indicó cortar un puñado de mimbres de la orilla del pantano y frotar con ellos mi ropa. Él hizo lo mismo. Luego, con rapidez y habilidad, tejió con juncos dos sencillas redes portadoras, recogió del pan­tano un gran montón de lodo y plantas verdes, y lo llevó a la meseta, donde se ocultó.

Mientras tanto, los roedores habían empezado a chillar a todo volumen.

Don Juan habló desde su escondite para indicarme que usara la otra red, juntara una buena cantidad de plantas y lodo, y trepase a las ramas bajas de un árbol cercano a la jaula donde estaban los roedores.

Don Juan dijo que no quería hacer ningún daño al puma ni a las ratas de agua, de modo que iba a arrojarle lodo al león si éste se acercaba a la trampa.

Me dijo que estuviese alerta y golpeara al puma con mi bulto de lodo después de que él lo hubiera hecho, para asustarlo. Me recomendó mucho cuidado para no caer del árbol. Sus instrucciones finales fueron permanecer tan quieto que me confundiera con las ramas.

Yo no podía ver dónde estaba don Juan. El chillar de los roedores se hizo extremadamente fuerte. Llegó a estar tan oscuro que apenas me era posible distin­guir la configuración general del terreno. Percibí el súbito sonido cercano de pasos suaves y una exhala­ción felina amortiguada, luego un gruñido muy suave y las ratas de agua cesaron de chillar. En ese mismo instante vi la masa oscura de un animal justamente debajo del árbol donde me encontraba. Incluso antes de que yo pudiera estar seguro de que era un puma, se lanzó contra la trampa, pero no llegó a alcanzarla porque algo lo golpeó y lo hizo recular. Arrojé mi bulto, como don Juan me había dicho. No dio en el blanco, pero hizo mucho ruido. En ese instante don Juan soltó una serie de gritos penetrantes que me produjeron escalofríos, y el puma, con extraordinaria agilidad, saltó a la meseta y desapareció.

Don Juan siguió haciendo un rato los ruidos pe­netrantes y luego me dijo que bajara del árbol, reco­giera la jaula con las ratas de agua, corriera a la meseta y llegara lo más rápido posible a donde él se hallaba.

En un tiempo increíblemente corto me encontré parado junto a don Juan. Me dijo que imitara sus gritos lo mejor posible para







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