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XII. UNA BATALLA DE PODER



 

Jueves, diciembre 28, 1961

 

INICIAMOS un viaje a primera hora de la mañana. Fuimos hacia el sur y luego hacia el este, a las mon­tañas. Don Juan llevó guajes con comida y agua. Comimos en mi coche antes de empezar a caminar.

-No te me despegues -dijo-. Ésta es una región que no conoces y no hay necesidad de arriesgarse. Vas en busca de poder y todo cuanto haces cuenta. Vigila el viento, sobre todo al fin del día. Observa cuando cambie de dirección, y cambia tu posición para que yo te resguarde siempre de él.

-¿Qué vamos a hacer en estas montañas, don Juan?

-Estás cazando poder.

-Digo, ¿qué vamos a hacer en particular?

-No hay plan cuando se trata de cazar poder. Cazar poder o cazar animales es lo mismo. Un cazador caza lo que se le presente. Así que debe estar siem­pre preparado.

"Ya sabes del viento, y puedes cazar por ti mismo el poder del viento. Pero hay otras cosas que no conoces y que son, como el viento, centro de poder a ciertas horas y en ciertos lugares.

"El Poder es un asunto muy peculiar. No puedo decir con exactitud lo que realmente es. Es un sentimiento que uno tiene sobre ciertas cosas. El poder es personal. Pertenece a uno nada más. Mi benefactor, por ejemplo, podía enfermar de muerte a una per­sona con sólo mirarla. Las mujeres se consumían des­pués de que él les ponía los ojos encima. Pero no enfermaba a la gente todo el tiempo; nada más cuan­do intervenía su poder personal."

-¿Cómo elegía a quién enfermar?

-Eso no lo sé. Ni él mismo lo sabía. Así es el po­der. Te manda, y sin embargo te obedece.

"Un cazador de poder lo atrapa y luego lo guarda como su hallazgo personal. Así, el poder personal cre­ce, y puede darse el caso de un guerrero que, de tanto poder personal que tiene, se hace hombre de cono­cimiento."

-¿Cómo guarda uno el poder, don Juan?

-Eso también es un sentimiento. Depende de la clase de persona que sea el guerrero. Mi benefactor era un hombre de naturaleza violenta. Guardaba po­der a través de ese sentimiento. Todo cuanto hacía era fuerte y directo. Dejaba la impresión de algo que pasaba aplastando las cosas. Y todo cuanto le ocurrió tuvo lugar de ese modo.

Me declaré incapaz de comprender cómo se alma­cenaba el poder a través de un sentimiento.

-No hay forma de explicarlo -dijo tras una larga pausa-. Tienes que hacerlo tú mismo.

Recogió los guajes de comida y los ató a su espalda. Me entregó un cordel con ocho trozos de carne seca colgados de él, e hizo que me lo pusiera al cuello.

-Esta es comida de poder -dijo.

-¿Qué es lo que la hace comida de poder, don Juan?

-Es la carne de un animal que tenía poder. Un venado, un venado único. Mi poder personal me lo trajo. Esta carne nos mantendrá durante semanas en­teras, durante meses si es necesario. Vela mascando por pedacitos, y máscala muy bien. Que el poder se hunda despacio en tu cuerpo.

Echamos a andar. Eran casi las once de la mañana. Don Juan me recordó una vez más el procedimiento a seguir.

-Vigila el viento -dijo-. No dejes que te haga perder el paso. Y no dejes que te fatigue. Masca tu comida de poder y escóndete del viento detrás de mi cuerpo. El viento no me hará daño a mí; nos cono­cemos muy bien.

Me guió a una vereda que iba recta hacia las altas montañas. El día era nublado y estaba a punto de llover. Pude ver cómo, de lo alto de las montañas, nubes bajas y niebla descendían a la zona donde estábamos.

Caminamos en completo silencio hasta eso de las tres de la tarde. Masticar la carne seca era en verdad vigorizante. Y observar los cambios repentinos en la dirección del viento se convirtió en un asunto misterioso, hasta el punto de que todo mi cuerpo parecía sentir los cambios antes de que ocurrieran. Tenía la impresión de poder sentir las oleadas de aire como una especie de presión en la parte superior de mi pecho, en los bronquios. Cada vez que me hallaba a punto de sentir una racha de viento, experimentaba una comezón en el pecho y la garganta

Don Juan se detuvo un momento y miró en torno. Pareció orientarse y dio vuelta a la derecha. Noté que también mascaba carne seca. Yo me sentía muy fresco y no tenía nada de cansancio. La tarea de atender a los cambios en el viento había sido tan absorbente que no tuve conciencia del tiempo.

Nos adentramos en una profunda cañada y luego subimos uno de sus lados hasta una pequeña meseta en la empinada ladera de una montaña enorme. Es­tábamos bastante alto, casi en la cima.

Don Juan trepó a una gran roca en el extremo de la meseta y me ayudó a hacer lo mismo. La roca estaba colocada en tal forma que parecía una cúpula sobre muros escarpados. Le dimos la vuelta, cami­nando despacio. Finalmente, tuve que sentarme para seguir el recorrido, asiéndome a la superficie con los talones y las manos. Estaba empapado de sudor y tenía que secarme las manos repetidas veces.

Desde el otro lado, pude ver una cueva muy gran­de, de escasa hondura, cerca de la cima de la mon­taña. Parecía un recinto esculpido en la roca. La erosión había formado, en la piedra arenisca, una especie de balcón con dos columnas.

Don Juan dijo que íbamos a acampar allí, que ése era un sitio muy seguro por ser demasiado poco pro­fundo para cubil de leones o de cualquier otra fiera, demasiado abierto para nido de ratas, y demasiado ventoso para los insectos. Rió y dijo que era un sitio ideal para el hombre, porque ninguna otra criatura viviente podía soportarlo.

Trepó hacia allá como una cabra montés. Me ma­ravilló su estupenda agilidad.

Lentamente me arrastré, sentado, roca abajo, y luego traté de subir corriendo la ladera de la mon­taña con el fin de alcanzar la saliente. Los últimos metros me agotaron por completo. En son de broma, pregunté a don Juan cuántos años tenía en realidad. Opiné que, para llegar al lugar como él lo había hecho, era necesario ser muy joven y estar en perfec­tas condiciones.

-Soy tan joven como quiero. -dijo él-. Esto tam­bién es cosa de poder personal. Si vas juntando poder, tu cuerpo puede realizar hazañas increíbles. En cam­bio, si disipas el poder, te pones viejo y gordo de la noche a la mañana.

El largo de la saliente estaba orientado en una línea este-oeste. El lado abierto de la configuración que semejaba un balcón que daba hacia el sur. Ca­miné hasta el extremo oeste. La vista era estupenda. La lluvia nos había sacado la vuelta. Se veía como una lámina de material transparente colgada sobre la tierra baja.

Don Juan dijo que teníamos suficiente tiempo para construir un albergue. Me dijo que apilara todas las rocas que pudiese llevar al reborde mientras él jun­taba ramas para hacer un techo.

En una hora, había construido un muro de 30 cen­tímetros de espesor en el extremo oriental de la sa­liente. Tendría más de medio metro de largo y casi un metro de alto. Tejiendo y atando unos bultos de ramas que había reunido, don Juan hizo un te­cho; lo aseguró a dos palos largos terminados en hor­queta. Otro lado del mismo largo, sujeto al techo en sí, lo sostenía del otro lado del muro. La estructura parecía una mesa alta con tres patas.

Don Juan tomó asiento bajo ella, cruzando las piernas, en la orilla misma del reborde. Me indicó sentarme junto a él, a su derecha. Permanecimos callados un rato.

Don Juan rompió el silencio. Dijo en un susurro que yo debía actuar como si no hubiera nada fuera de lo común. Pregunté si habría de hacer algo en par­ticular. Respondió que me pusiera a escribir, como si estuviera ante mi escritorio sin ninguna otra preocu­pación en el mundo. En determinado momento él me daría un codazo y entonces yo debía mirar hacia donde sus ojos señalaran. Me advirtió que, viera lo que viese, no pronunciara una sola palabra. Sólo él podía hablar con impunidad, porque era conocido de todos los poderes en esas montañas.

Seguí sus instrucciones y escribí durante más de una hora. Me embebí en la tarea. De pronto sentí un leve toque en el brazo y vi que los ojos y la cabeza de don Juan se movían para señalar un banco de niebla que se hallaba a unos doscientos metros de dis­tancia y descendía de la cima de la montaña. Don Juan me susurró al oído, en un tono apenas audible incluso a tan corta distancia.

-Mueve los ojos de un lado a otro a lo largo del banco de niebla -dijo-. Pero no lo mires de lleno. Abre y cierra los ojos y no los enfoques en la niebla. Cuando veas un sitio verde en el banco de niebla, señálamelo con los ojos.

Moví los ojos de izquierda a derecha a lo largo del banco de niebla que lentamente caía sobre nosotros. Pasó tal vez media hora. Estaba oscureciendo. La nie­bla se movía con extrema lentitud. En cierto momen­to, tuve la sensación súbita de haber vislumbrado un leve resplandor a mi derecha. En un principio creí haber visto un sector de matorral verde a través de la niebla. Al mirarlo directamente no notaba nada, pero mirando sin enfocar podía percibir una vaga zona verdosa.

La señalé a don Juan. Él achicó los ojos y la ob­servó.

-Enfoca los ojos en ese lugar -me susurró al oído-. Mira sin parpadear hasta que veas.

Quise preguntar qué se suponía que yo viera, pero él me miró con fiereza como para recordarme que no debía hablar.

Observé de nuevo. El trozo de niebla que había descendido colgaba como un pedazo de materia sólida. Se alineaba en el sitio justo donde advertí el tinte verde. Conforme mis ojos se fatigaban de nuevo, y bizqueaban, vi primero el trozo de niebla superpues­to al banco de niebla, y luego vi entre ambos una delgada tira de niebla que parecía una escueta es­tructura sin soportes, un puente que unía la mon­taña por encima de mí y el banco de niebla frente a mí. Por un momento creí ver cómo la niebla trans­parente, empujada montaña abajo por el viento, pa­saba por el puente sin alterarlo. Era como si el puente fuese en verdad sólido. En cierto instante el espejismo se hizo tan completo que yo podía discernir la oscu­ridad de la parte bajo el puente propiamente dicho, en contraste con el claro color arenoso de su costado.

Atónito, contemplé el puente. Y entonces me alcé a su nivel, o bien el puente bajó al mío. De pronto me hallaba mirando una viga recta frente a mí. Era una viga sólida inmensamente larga, angosta y sin barandales, pero lo bastante amplia para caminar so­bre ella.

Don Juan me sacudió vigorosamente por el brazo. Sentí mi cabeza oscilar de arriba a abajo y luego noté que los ojos me ardían terriblemente. Me los froté en forma por entero inconsciente. Don Juan siguió sacudiéndome hasta que volví a abrirlos. Virtió agua del guaje en el cuenco de su mano y me roció la cara. La sensación fue muy desagradable. Tan fría estaba el agua que sentí las gotas como llagas en la piel. Advertí entonces que tenía el cuerpo muy caliente. Estaba febril.

Apresuradamente, don Juan me dio de beber y luego salpicó agua en mis oídos y mi cuello.

Oí, muy fuerte, un grito de ave, extraño y prolon­gado. Don Juan escuchó con atención un instante y luego empujó con el pie las rocas del muro, derri­bando el techo. Lo arrojó en los matorrales y, una por una, tiró las piedras por el borde.

-Bebe un poco de agua y masca tu carne seca -susurró en mi oído-. No podemos quedarnos aquí. Ese grito no fue de pájaro.

Descendimos del reborde y empezamos a caminar aproximadamente hacia el este. De un momento a otro oscureció tanto que era como si hubiese una cortina frente a mis ojos. La niebla se antojaba una ba­rrera impenetrable. Nunca me había dado cuenta de lo paralizante que era la niebla de noche. No po­día concebir cómo caminaba don Juan. Yo me asía a su brazo como un ciego.

De algún modo, tenía la sensación de caminar al borde de un precipicio. Mis piernas rehusaron seguir adelante. Mi razón confiaba en don Juan y se hallaba dispuesta a proseguir, pero no así mi cuerpo, y don Juan tuvo que arrastrarme en la oscuridad total.

Debe haber conocido el terreno hasta el último detalle. En cierto punto se detuvo y me hizo tomar asiento. Yo no me atrevía a soltar su brazo. Mi cuerpo sentía, sin el menor lugar a dudas, que me hallaba sentado en un monte pelado con forma de cúpula, y que si me movía una pulgada a la derecha caería, sobrepasado el punto de tolerancia, en un abismo. Estaba yo absolutamente seguro de encontrarme en una ladera curva, porque mi cuerpo se movía incons­cientemente a la derecha. Pensé que lo hacía para conservar la verticalidad, de modo que intenté com­pensar inclinándome a la izquierda, contra don Juan, lo más posible.

De repente, don Juan se apartó de mí, y sin el apoyo de su cuerpo caí al suelo. Al tocar tierra reco­bré mi sentido del equilibrio. Yacía en un área llana. Empecé a explorar a tientas mi entorno inmediato. Reconocí hojas y ramas secas.

Hubo un súbito relámpago que iluminó toda la zona, y un trueno tremendo. Vi a don Juan de pie a mi izquierda. Vi árboles enormes y una cueva pocos metros detrás de él.

Don Juan me dijo que me metiera en el hoyo. En­tré por él, reptando, y me senté de espaldas contra la roca.

Sentí a don Juan inclinarse sobre mí para susurrar que yo debía guardar silencio completo.

Hubo tres relámpagos, uno tras otro. De un vis­tazo percibí a don Juan sentado a mi izquierda con las piernas cruzadas. La cueva era una configuración cóncava lo bastante grande para que dos o tres personas se sentaran dentro. El hoyo parecía haber sido labrado en la parte inferior de un peñasco. Sentí que en verdad había sido perspicaz el entrar arrastrándome, porque de haberlo hecho erguido me habría golpeado la cabeza contra la roca.

El brillo de los relámpagos me daba una idea de la densidad del banco de niebla. Noté los troncos de árboles gigantescos como siluetas oscuras contra la opaca masa gris claro de la niebla.

Don Juan susurró que la niebla y el rayo estaban confabulados y que yo debía realizar una vigilia ago­tadora porque estaba metido en una batalla de poder. En ese momento, un espléndido destello hizo fantas­magórica toda la escena. La niebla era como un filtro blanco que escarchaba la luz de la descarga eléctrica y la difundía uniformemente; la niebla era como una densa sustancia blanquecina colgada entre los altos árboles, pero justo frente a mí, al nivel del suelo, la niebla estaba disipándose. Discerní con claridad las características del terreno. Estábamos en un bosque de pinos. Árboles de gran altura nos rodeaban. Eran tan extremadamente grandes que, de no haber sabido previamente nuestro paradero, yo podría haber ju­rado que nos hallábamos entre los gigantescos pinos rojos de California.

Hubo un bombardeo de rayos que duró varios mi­nutos. Cada destello hacía más discernibles los deta­lles que yo había observado. Al frente de mí vi un sendero definido. No tenía vegetación. Parecía ter­minar en un espacio despejado de árboles.

Los relámpagos eran tan frecuentes que no me era posible saber de dónde venía cada uno. Sin embargo, el contorno se iluminaba tan profusamente que me sentía mucho más tranquilo. Mis temores e incerti­dumbres habían desaparecido apenas hubo luz sufi­ciente para alzar la pesada cortina de la oscuridad.

Así, cuando se produjo una larga pausa entre los des­tellos, la negrura en torno ya no me desorientó.

Don Juan susurró que probablemente ya había yo vigilado bastante, y que debía enfocar mi atención en el sonido del trueno. Para mi asombro, advertí que no había hecho ningún caso del trueno, pese al hecho de que en verdad era tremendo. Don Juan añadió que siguiera yo el sonido y mirara en la di­rección de la cual pareciera venir.

Ya no había estallidos continuos de rayos y truenos, sino sólo destellos esporádicos de luz y sonido inten­sos. El trueno parecía venir siempre de mi derecha. La niebla se alzaba y, ya acostumbrado a las tinie­blas, yo podía discernir masas de vegetación. El rayo y el trueno continuaban, y de pronto se abrió todo el lado derecho y pude ver el cielo.

La tormenta eléctrica parecía desplazarse hacia mi derecha. Hubo otro relámpago y vi una montaña distante a mi extrema derecha. La luz iluminó el trasfondo, dejando en silueta la voluminosa masa de la montaña. Vi árboles en su cima; parecían pulcros recortes negros superpuestos al cielo blanco brillante. Vi incluso nubes tipo cúmulo sobre las montañas.

La niebla se había disipado por entero en torno nuestro. Soplaba un viento continuo y yo oía crujir las ramas de los grandes árboles a mi izquierda. La tormenta eléctrica estaba demasiado lejos para ilumi­nar los árboles, pero sus masas oscuras permanecían discernibles. La luz de la tormenta me permitió esta­blecer, sin embargo, que había a mi derecha una cor­dillera distante y que el bosque se hallaba limitado hacia el lado izquierdo. Al parecer miraba yo un valle oscuro, que no podía ver en absoluto. La cordillera sobre la cual tenía lugar la tormenta eléctrica estaba en el otro lado del valle.

Entonces comenzó a llover. Pegué la espalda a la roca lo más que pude. Mi sombrero servía como una buena protección. Me hallaba sentado con las rodillas contra el pecho, y sólo se mojaron mis pantorrillas y mis zapatos.

Llovió largo rato. La lluvia era tibia. La sentía contra los pies. Y luego me dormí.

Me despertó el ruido de los pájaros. Miré alrededor buscando a don Juan. No estaba allí; de ordinario me hubiera preguntado si no me habría dejado solo en ese sitio, pero el sobresalto de ver en torno casi me paralizó.

Me puse en pie. Mis piernas estaban empapadas, el ala de mi sombrero se había reblandecido y tenía aún un poco de agua, que me cayó encima. No es­taba en ninguna cueva, sino bajo unos arbustos es­pesos. Experimenté un momento de confusión sin pa­ralelo. Me hallaba parado en un pedazo de tierra llana entre dos cerritos cubiertos de matas. No había árboles a mi izquierda ni valle a mi derecha. Justo frente a mí, donde vi el camino en el bosque, había un arbusto gigantesco.

Rehusé creer lo que presenciaba. La incongruencia de mis dos versiones de realidad me hizo tentalear en busca de cualquier explicación. Se me ocurrió que era perfectamente posible que don Juan, aprovechan­do mi profundo sueño, me hubiera llevado a cuestas hasta otro sitio sin despertarme.

Examiné el lugar donde había estado dormido. La tierra estaba seca, y lo mismo en el sitio de junto, el que ocupó don Juan.

Lo llamé un par de veces y luego tuve un ataque de angustia y bramé su nombre lo más fuerte que pude. Salió detrás de unas matas. Inmediatamente me di cuenta de que él sabía lo que pasaba. Su sonrisa tenía tanta malicia que acabé por sonreír a mi vez.

No quería perder tiempo jugando con él. Dije sin más ni más lo que me ocurría. Expliqué con todo el cuidado posible cada detalle de mi prolongada alu­cinación nocturna. Escuchó sin interrumpir. No podía, sin embargo, conservar la seriedad, y dos veces le ganó la risa, pero recobró en el acto la compos­tura.

En tres o cuatro ocasiones pedí sus comentarios; se limitó a menear la cabeza como si todo el asunto fue­ra también incomprensible para él.

Cuando terminé mi recuento, me miró y dijo:

-Te ves de la chingada. A lo mejor necesitas ir al matorral.

Soltó una breve risa, como un cacareo, y añadió que me quitara las ropas y las exprimiera para que se secaran.

La luz del sol era radiante. Había muy pocas nu­bes. Era un fresco día de viento.

Don Juan se alejó, diciéndome que iba a buscar unas plantas y que yo debía ponerme en orden y comer algo y no llamarlo hasta hallarme calmado y fuerte.

Mi ropa estaba en verdad mojada. Me senté en el sol a secarme. Sentí que la única manera de relajarme era sacar mi libreta y escribir. Comí mientras traba­jaba en mis notas.

Después de un par de horas me hallaba más tran­quilo, y llamé a don Juan. Respondió desde un sitio cercano a la cumbre de la colina. Me dijo que reco­giera los guajes y subiese a donde se encontraba. Cuando llegué al sitio, lo encontré sentado en una roca lisa. Abrió los guajes y se sirvió comida. Me dio dos grandes trozos de carne.

Yo no sabía por dónde empezar. Había muchas cosas que deseaba preguntarle. Él parecía consciente de mi estado de ánimo y río con gran deleite.

-¿Cómo te sientes? -preguntó parodiando ama­bilidad.

No quise decir nada. Seguía trastornado.

Don Juan me instó a tomar asiento en la laja. Dijo que esa piedra era un objeto de poder y que yo me renovaría después de estar allí un rato.

-Siéntate -me ordenó con sequedad.

No sonreía. Su mirada era penetrante. Obedecí automáticamente.

Dijo que, al actuar de mala gana, estaba yo tra­tando con descuido el poder, y que, si no ponía un alto, el poder se volvería contra nosotros y jamás saldríamos con vida de aquellos montes desolados.

Tras una pausa momentánea, preguntó en tono casual:

-¿Cómo va tu soñar?

Le expliqué cuán difícil se había vuelto el darme la orden de mirar mis manos. Al principio había sido relativamente fácil, quizá por la novedad del con­cepto. No tenía yo el menor problema para recor­darme que debía mirarme las manos. Pero la exci­tación se había gastado, y algunas noches no podía hacerlo en absoluto.

-Debes ponerte una banda en la cabeza cuando te vayas a dormir -dijo él-. Conseguir una banda tiene sus dificultades. No puedo dártela, porque tú mismo debes hacerla desde el principio. Pero no pue­des hacerla hasta que no tengas una visión de ella al soñar. ¿Ves lo que te decía? La banda tiene que ha­cerse de acuerdo a la visión particular. Y debe tener una tira a lo largo que ajuste bien en la cabeza. O muy bien puede ser una gorra apretada. Soñar es más fácil cuando se tiene un objeto de poder en­cima de la cabeza. Podrías usar tu sombrero o ponerte capucha, como un fraile, y luego dormirte, pero esas cosas sólo causarían sueños intensos, no soñar.

Quedó en silencio un momento y luego procedió a decirme, en rápida andanada verbal, que la visión de la banda no tenía que ocurrir exclusivamente al "soñar", sino que podía presentarse en estados de vigilia y como resultado de cualquier evento ajeno y sin relación alguna, como el observar el vuelo de las aves, el movimiento del agua, las nubes, y así por el estilo.

-Un cazador de poder vigila todo -prosiguió-. Y cada cosa le dice algún secreto.

-¿Pero cómo puede uno estar seguro de que las cosas dicen secretos? -pregunté.

Pensé que tal vez tenía una fórmula específica que le permitía hacer interpretaciones "correctas".

-La única forma de estar seguro es seguir todas las instrucciones que te he estado dando desde el primer día que viniste a verme -dijo-. Para tener poder, hay que vivir con poder.

Sonrió, benévolo. Parecía haber perdido su fiereza; incluso me dio un leve codazo en el brazo.

-Come tu comida de poder -me instó.

Empecé a mascar un poco de carne seca, y en ese momento tuve la súbita ocurrencia de que tal vez la carne contenía una sustancia psicotrópica, de allí las alucinaciones. Por un momento casi sentí alivio. Si don Juan había puesto algo en la carne, mis espe­jismos eran perfectamente comprensibles. Le pedí de­cirme si había cualquier cosa en la "carne de poder".

Rió, pero sin dar una respuesta directa. Insistí, ase­gurándole que no estaba enojado, ni siquiera molesto, pero tenía que saber para poder explicar a mi propia satisfacción los eventos de la noche pasada. Lo insté a decirme la verdad, traté de sacársela con halagos, y finalmente le supliqué.

-Estás más loco que una cabra -dijo él, menean­do la cabeza en un gesto de incredulidad-. Tienes una tendencia insidiosa. Insistes en tratar de expli­carlo todo a tu satisfacción. No hay nada en la carne más que poder. El poder no lo puse yo, ni ninguna otra persona, sino el poder mismo. Es la carne seca de un venado y ese venado fue un regalo para mí en la misma forma en que cierto conejo fue regalo para ti no hace mucho. Ni tú ni yo pusimos nada en el conejo. No te pedí secar la carne del conejo, por­que ese acto requería más poder del que tenías. Sin embargo, te dije que comieras la carne. No comiste casi nada, a causa de tu propia. estupidez.

"Lo que te sucedió anoche no fue un chiste ni una maldad. Tuviste un encuentro con el poder. La nie­bla, la oscuridad, el trueno y la lluvia tomaban parte en una gran batalla de poder. Tuviste la suerte de un tonto. Un guerrero daría cualquier cosa por una ba­talla así."

Mi argumento fue que el evento no podía ser una batalla de poder porque no había sido real.

-¿Y qué cosa es real? -me preguntó don Juan con mucha calma.

-Esto, lo que estamos viendo es real -dije, seña­lando en derredor.

-Pero también lo era el puente que viste anoche, y también el bosque y todo lo demás.

-Pero si eran reales. ¿dónde están ahora?

-Están aquí. Si tuvieras suficiente poder, podrías hacer que volvieran. En este momento no puedes porque te parece muy útil seguir dudando y discu­tiendo. No lo es, amigo mío. No lo es. Hay mundos sobre mundos, aquí mismo frente a nosotros. Y no son cosa de risa. Anoche si no te hubiera agarrado el brazo, habrías caminado por ése puente, quisieras o no. Y un poco más temprano tuve que protegerte del viento que te andaba buscando.

-¿Qué habría sucedido si usted no me hubiera protegido?

Como no tienes poder suficiente, el viento te ha­bría hecho perder el camino y a lo mejor hasta te mataba empujándote a un barranco. Pero la niebla fue, anoche, lo último. Dos cosas pudieron pasarte en la niebla. Pudiste cruzar el puente hasta el otro lado, o pudiste caerte y matarte. Cualquiera de las dos habría dependido del poder. Pero una cosa es cierta. Si no te hubiera protegido, habrías tenido que caminar por ese puente fuera como fuera. Ésa es la naturaleza del poder. Como ya te dije, te manda y sin embargo está a tus órdenes. Anoche, por ejemplo, el poder te habría forzado a cruzar el puente y habría estado a tu disposición para sostenerte mientras cruzabas. Te detuve porque sé que no tienes medios de usar el poder, y sin poder, el puente se hubiera caído.

-¿Vio usted el puente, don Juan?

-No. Nada más vi poder. Podría haber sido cual­quier cosa. El poder para ti, esta vez, fue un puente. No sé por qué un puente. Somos criaturas misteriosas.

-¿Ha visto usted alguna vez un puente en la nie­bla, don Juan?

-Nunca. Pero eso es porque no soy como tú. Vi otras cosas. Mis batallas de poder son muy distintas de las tuyas.

-¿Qué vio usted, don Juan? ¿Me lo puede decir?

-Vi a mis enemigos durante mi primera batalla de poder en la niebla. Tú no tienes enemigos. No odias a la gente. Yo sí, en aquel entonces, mi pasión era odiar gente. Ya no lo hago. He vencido mi odio, pero aquella vez mi odio estuvo a punto de destru­irme.

"Tu batalla de poder, en cambio, fue nítida. No te consumió. Tú solo te estás consumiendo ahora, con tus ideas y tus dudas estúpidas. Ésa es tu manera de entregarte y sucumbir.

"La niebla fue impecable contigo. Tienes afinidad con ella. Te dio un puente estupendo, y ese puente estará allí en la niebla de ahora en adelante. Se te revelará una y otra vez, hasta que un día tendrás que cruzarlo.

"Te recomiendo mucho que, a partir de este día, no te metas solo en sitios con niebla hasta que sepas lo que haces.

"El poder es un asunto muy extraño. Para tenerlo y disponer de él, hay que tener poder por principio de cuentas. Es posible, sin embargo, irlo juntando poco a poco, hasta tener lo suficiente para sostenerse en una batalla de poder."

-¿Qué es una batalla de poder?

-Lo que te ocurrió anoche fue el principio de una batalla de poder. Las escenas que contemplaste eran el asiento del poder. Algún día tendrán sentido para ti; esas escenas tienen mucho sentido.

-¿No puede usted decirme qué sentido tienen, don Juan?

-No. Esas escenas son tu propia conquista perso­nal, que no puedes compartir con nadie. Pero lo ocurrido anoche fue sólo el principio, una escaramu­za. La verdadera batalla tendrá lugar cuando cruces ese puente. ¿Qué hay del otro lado? Sólo tú lo sabrás. Y sólo tú sabrás qué hay al final de aquella vereda en el bosque. Pero todo eso es algo que puede o no puede pasarte. Viajar por esas veredas y puentes des­conocidos depende de tener suficiente poder propio.

-¿Qué pasa si uno no tiene poder suficiente?

-La muerte siempre está esperando, y cuando el poder del guerrero mengua, la muerte simplemente lo toca. Por eso, aventurarse a lo desconocido sin ningún poder es estúpido. Sólo se encuentra la muerte.

Yo no escuchaba en verdad. Seguía jugando con la idea de que la carne seca podía haber sido el agente que produjo las alucinaciones. Entregarme a ese pen­samiento me aplacaba.

-No te esfuerces queriendo resolverlo -dijo como si leyera mi mente-. El mundo es un misterio. Esto, lo que estás mirando, no es todo lo que hay. El mun­do tiene muchas más cosas, tantas que es inacabable. Cuando estás buscando la respuesta, lo único que haces en realidad es tratar de volver familiar el mundo. Tú y yo estamos aquí mismo, en el mundo que llamas real, simplemente porque los dos lo cono­cemos. Tú no conoces el mundo del poder, por eso no puedes convertirlo en una escena familiar.

-Usted sabe que en realidad no le puedo discutir ese punto -dije-. Pero mi mente tampoco puede aceptarlo.

Rió y me tocó levemente el brazo.

-De veras estás loco -dijo-. Pero no importa. Yo sé lo difícil que es vivir como un guerrero. Si hubie­ras seguido mis instrucciones y ejecutado todos los actos que te enseñé, ya habrías tenido poder sufi­ciente para cruzar el puente aquel. Poder suficiente para ver y para parar el mundo.

-Pero ¿por qué tengo yo que querer poder, don Juan?

-Ahora no se te ocurre una razón. Pero si guardas suficiente poder, el mismo poder te hallará una bue­na razón. Suena a locura, ¿verdad?

-¿Para qué quería usted poder, don Juan?

-Soy como tú. No quería. No hallaba razón para tenerlo. Tuve todas las dudas que tú tienes y nunca seguí las instrucciones que me daban, o nunca creí seguirlas; sin embargo, pese a mi estupidez, junté su­ficiente poder, y un día mi poder personal hizo des­plomarse el mundo.

-¿Pero para qué querría alguien parar el mundo?

-Nadie quiere, ésa es la cosa. Nada más ocurre. Y una vez que sabes cómo es parar el mundo, te das cuenta de que hay razón para ello. Verás, una de las artes del guerrero es derribar el mundo por una ra­zón específica y luego restaurarlo para seguir viviendo.

Le dije que tal vez la forma más segura de ayudarme sería dándome un ejemplo de razón específica para derribar el mundo.

Permaneció callado un tiempo. Parecía estar pen­sando qué decir.

-No puedo decirte eso -dijo-. Se necesita dema­siado poder para saberlo. Algún día vivirás como guerrero, pese a ti mismo; para tal entonces habrás quizá guardado suficiente poder personal para respon­der tú mismo esa pregunta.

"Te he enseñado casi todo lo que un guerrero ne­cesita conocer para lanzarse al mundo a juntar poder por sí solo. Pero sé que no puedes hacerlo y debo ser paciente contigo. Sé de plano que se necesita luchar toda una vida para estar a solas en el mundo del poder." ,

Don Juan miró el cielo y las montañas. El sol ya descendía hacia el oeste y en las montañas se for­maban rápidamente nubes de lluvia. Yo no sabía la hora; había olvidado dar cuerda a mi reloj. Le pre­gunté si podía decirme qué hora era, y tuvo tal ataque de risa que rodó de la laja y fue a parar en el ma­torral.

Se puso de pie y estiró los brazos, bostezando.

-Es temprano -dijo-. Debemos esperar hasta que se junte niebla en la cima de la montaña, y luego debes pararte tú solo en esta laja y agradecer a la niebla sus favores. Deja que llegue y te envuelva. Yo estaré cerca para prestar ayuda, si es necesario.

Por algún motivo, la perspectiva de quedarme a solas en la niebla me aterraba. Me sentí idiota por reaccionar de ese modo irracional.

-No puedes dejar estos montes desolados sin dar las gracias -dijo él con tono firme-. Un guerrero jamás vuelve la espalda al poder sin pagar los favores recibidos.

Se acostó bocarriba con las manos detrás de la ca­beza y se cubrió el rostro con el sombrero.

-¿Cómo he de esperar la niebla? -pregunté-. ¿Qué hago?

-¡Escribe, -dijo a través del sombrero-. Pero no cierres los ojos ni le des la espalda.

Traté de escribir, pero no podía concentrarme. Me puse en pie y fui de un lado a otro, inquieto. Don Juan alzó su sombrero y me miró con aire de mo­lestia.

-¡Siéntate! -me ordenó.

Dijo que la batalla de poder todavía no terminaba, y que yo debía enseñar a mi espíritu a ser impasible. Nada de lo que hiciera debería revelar lo que en rea­lidad sentía, a menos que deseara quedarme atrapado en esos montes.

Se sentó y movió las manos en un ademán de ur­gencia. Dijo que yo debía actuar como si no hubiese nada fuera de lo común, porque los sitios de poder, como ése en el que estábamos, tenían la propiedad de absorber a quien se hallaba inquieto. Y en tal forma uno podía desarrollar lazos extraños y dañinos con un lugar.

-Esos lazos lo anclan a uno a un sitio de poder, a veces por toda la vida -dijo-. Y éste no es el sitio para ti. No lo hallaste por ti mismo. Conque fájate y no pierdas los calzones.

Sus advertencias me hicieron efecto de fórmula má­gica. Escribí durante horas sin interrupción.

Don Juan volvió a dormirse y no despertó hasta que la niebla estaba a unos cien metros de distancia, descendiendo de la cumbre del monte. Se puso en pie y examinó el derredor. Lo miré en torno sin volver la espalda. La niebla ya había invadido, las tierras bajas, descendiendo de las montañas a mi derecha. A mi izquierda el paisaje estaba despejado; el viento, sin embargo, parecía venir de la derecha, y empujaba la niebla a las tierras bajas como para rodearnos.

Don Juan me susurró que permaneciera impasible, parado donde me hallaba, sin cerrar los ojos, y que no debía moverme a ningún lado mientras la nie­bla no me rodeara por entero; sólo entonces sería posible iniciar nuestro descenso.

Se refugió al pie de unas rocas, algunos metros atrás de mí.

El silencio en aquellas montañas era algo magnífico y al mismo tiempo imponente. El suave viento que transportaba la niebla me daba la sensación de que ésta silbaba en mis oídos. Grandes trozos de nie­bla venían cuestabajo como conglomerados sólidos de materia blancuzca que rodaran hacia mí. Olí la niebla. Era una mezcla peculiar de olor acerbo y fragante. Y entonces me vi envuelto en ella.

Tuve la impresión de que la niebla operaba sobre mis párpados. Se sentían pesados y quise cerrar los ojos. Tenía frío. La garganta me daba comezón y quería toser, pero no me atrevía. Alcé la barbilla y es­tiré el cuello para disipar la tos, y al alzar la vista tuve la sensación de que podía ver concretamente el espesor del banco de niebla. Era como si mis ojos pudieran tasar el espesor atravesándolo. Los ojos em­pezaron a cerrárseme y no me era posible luchar con­tra el deseo de dormir. Sentí que en cualquier mo­mento iba a derrumbarme por tierra. En ese instante don Juan dio un salto y me aferró por los brazos y me sacudió. El sobresalto bastó para restaurar mi lucidez.

Me susurró al oído que corriera cuestabajo lo más rápido posible. Él iría detrás porque no quería que lo aplastaran las rocas que yo echara a rodar en mi camino. Dijo que yo era el guía, pues se trataba de mi batalla de poder, y que necesitaba claridad y aban­dono para sacarnos de allí sanos y salvos.

-Dale -dijo en voz alta-. Si no tienes el ánimo de un guerrero, nunca saldremos de la niebla.

Titubee un momento. No estaba seguro de poder hallar el camino para bajar de esos montes.

-¡Corre, conejo! -gritó don Juan empujándome con suavidad ladera abajo.

XIII. LA ÚLTIMA PARADA DE UN GUERRERO

 

Domingo, enero 28, 1962

 

A eso de las diez de la mañana don Juan entró en su casa. Había salido al romper el alba. Lo saludé. Chasqueó la lengua y, en son de guasa, me dio la mano y me saludó ceremoniosamente.

-Vamos a ir a un viajecito -dijo-. Vas a lle­varnos a un sitio muy especial en busca de poder.

Desplegó dos redes portadoras y puso en cada una dos guajes llenos de comida, las ató con un mecate y me entregó una de ellas.

Viajamos sin prisa hacia el norte y, al cabo de unos seiscientos kilómetros dejamos la carretera panamericana y tomamos un camino de grava hacia el oeste. Mi coche parecía haber sido el único ve­hículo en la carretera durante varias horas. Mientras seguíamos adelante advertí que no podía ver por el parabrisas. Me esforcé desesperadamente por mirar los alrededores, pero estaba demasiado oscuro y el parabrisas se hallaba cubierto de polvo y de insectos aplastados.

Dije a don Juan que debía detenerme para limpiar mi parabrisas. Me ordenó seguir adelante aunque tuviera que ir a dos kilómetros por hora, sacando la cabeza por la ventanilla para ver adelante. Dijo que no podíamos detenernos hasta alcanzar nuestro des­tino.

En cierto sitio me indicó doblar a la derecha. Es­taba tan oscuro y había tanto polvo que ni los faros eran mucha ayuda. Me salí del camino con gran nerviosismo. Tenía miedo de atascarme, pero la tie­rra estaba apretada.

Manejé unos cien metros a la menor velocidad po­sible, sosteniendo la puerta abierta para mirar hacia afuera. Por fin, don Juan me dijo que parara. Aña­dió que me había estacionado justamente detrás de una roca enorme que ocultaría mi coche a la vista.

Bajé del auto y me puse a caminar, guiado por los faros. Quería examinar el entorno porque no tenía idea de dónde estaba. Pero don Juan apagó las lu­ces. Dijo muy alto que no había tiempo que perder, que cerrara mi coche para que nos pusiéramos en marcha.

Me entregó mi red con guajes. Estaba tan oscuro que tropecé y estuve a punto de dejarlas caer. En tono firme y suave, don Juan me ordenó tomar asien­to hasta que mis ojos se acostumbraran a la oscuri­dad. Pero mis ojos no eran el problema. Ya fuera del coche, podía ver bastante bien. Lo malo era un nerviosismo peculiar que me hacía actuar como si estuviese distraído. Veía todo nada más por encima.

-¿A dónde vamos? -pregunté.

-Vamos a caminar en completa oscuridad a un sitio especial -dijo.

-¿Para qué?

-Para saber de cierto si eres o no capaz de seguir cazando poder.

Le pregunté si lo que proponía era una prueba y si, en caso de que no la pasara, seguiría hablándome y diciéndome de su conocimiento.

Escuchó sin interrumpir. Dijo que lo que hacía­mos no era una prueba, que estábamos esperando una señal, y si la señal no llegaba, la conclusión sería que yo no había tenido éxito en mi cacería de poder, en cuyo caso me vería libre de cualquier imposición fu­tura y podría ser todo lo estúpido que me viniese en gana. Dijo que, sin importar lo que pasara, él era mi amigo y siempre me hablaría.

De algún modo, yo sabía que iba a fallar.

-La señal no vendrá -dije en broma-. Lo sé. Tengo un poquito de poder.

Río y me dio palmaditas en la espalda.

-No te apures -repuso-. La señal vendrá. Yo lo sé. Tengo más poder que tú.

Su propia respuesta le pareció hilarante. Se golpeó los muslos y dio palmadas, carcajeándose.

Don Juan me ató a la espalda mi red portadora y dijo que yo debía caminar un paso atrás de él y hollar sus pisadas tanto como pudiera.

En un tono muy dramático, susurró:

-Ésta es una caminata de poder, así que todo cuenta.

Dijo que, si yo caminaba sobre sus huellas, el po­der que él disipaba al andar se me trasmitiría.

Miré mi reloj; eran las once de la noche.

Me hizo pararme como un soldado en posición de firmes. Luego empujó hacia adelante mi pierna iz­quierda y me hizo quedarme como si acabara de dar un paso al frente. Se alineó delante de mí en la mis­ma postura y luego echó a andar, tras repetir las ins­trucciones de que yo debía tratar de seguir sus pisadas a la perfección. Dijo en un claro susurro que yo no debía preocuparme por nada más que por pisar sus huellas; no debía mirar al frente ni a los lados, sino el piso donde él caminaba.

Se puso en marcha a un paso muy descansado. No tuve ningún problema para seguirlo; el terreno era relativamente duro. Durante unos treinta metros mantuve su paso y seguí perfectamente sus pisadas; luego volví la cara un instante y cuando me di cuenta ya había chocado con él.

Soltó una risita y me aseguró que yo no le había lastimado el tobillo al pisárselo con mis zapatones, pero que si me proponía seguir tonteando uno de nosotros se quedaría lisiado antes del amanecer. Dijo, riendo, en una voz muy baja pero firme, que no te­nía intención de lastimarse a causa de mi estupidez y falta de concentración, y que si lo pisaba de nuevo yo tendría que caminar descalzo.

-No puedo caminar sin zapatos -dije en voz alta y rasposa.

Don Juan se dobló de risa y tuvimos que esperar hasta que le pasó el acceso.

Me aseguró nuevamente que hablaba en serio. Iba­mos en un viaje para calar poder, y las cosas tenían que ser perfectas.

La idea de caminar descalzo en el desierto me asus­taba más allá de lo verosímil. Don Juan hizo el chis­te de que mi familia era sin duda de aquellos gran­jeros que no se quitan los zapatos ni para dormir. Tenía razón, desde luego. Yo nunca había andado descalzo, y caminar sin zapatos en el desierto habría sido suicida para mí.

-Este desierto rezuma poder -me susurró don Juan al oído-. No hay tiempo para cortedades.

Echamos a andar de nuevo. Don Juan mantuvo un paso calmado. Tras un rato advertí que había­mos dejado el terreno duro y caminábamos sobre are­na suave. Los pies de don Juan se hundían en ella y dejaban huellas profundas.

Caminamos durante horas antes de que don Juan se detuviera. No lo hizo repentinamente; primero me advirtió que iba a pararse, para que no chocara yo con él. El terreno era duro de nuevo, y al parecer subíamos una pendiente.

Don Juan dijo que, si yo necesitaba ir al matorral, lo hiciese, porque de allí en adelante nos quedaba un buen trecho sin una sola pausa. Miré mi reloj; era la una.

Tras un descanso de diez o quince minutos, don Juan me hizo alinearme tras él y nos pusimos otra vez en marcha. Tenía razón: fue un trecho enorme. Jamás había hecho yo algo que requiriera tal con­centración. El paso de don Juan era tan rápido, y la tensión de vigilar cada pisada alcanzó tales alturas, que en determinado momento ya no me era posible sentir que caminaba. No sentía las piernas ni los pies. Era como si anduviese sobre el aire y alguna fuerza me transportara sin cesar. Mi concentración era ya tan total que no advertí el cambio gradual de luz. De pronto me di cuenta de que podía ver a don Juan frente a mí. Veía sus pies y sus huellas, en vez de medio adivinarlas como había hecho la mayor par­te de la noche.

En cierto momento, don Juan saltó inesperada­mente hacia un lado, y mi inercia me hizo avanzar todavía unos veinte metros. Cuando disminuí la ve­locidad, mis piernas se debilitaron y empezaron a temblar, hasta que finalmente caí por tierra.

Alcé la vista para mirar a don Juan, que me exa­minaba con toda calma. No parecía fatigado. Yo jadeaba, falto de aire, y estaba empapado de sudor frío.

Jalándome del brazo, don Juan me dio la vuelta en mi posición yacente. Dijo que, si quería recupe­rar fuerzas, me quedara acostado con la cabeza hacia el este. Poco a poco mi cuerpo dolorido se relajó y descansó. Por fin cobré energía suficiente para le­vantarme. Quise ver mi reloj, pero él me lo impidió poniéndome la mano en la muñeca. Con mucha gen­tileza me hizo girar para que mirara al este y dijo que no había necesidad de mi condenado reloj, que estábamos en una hora mágica y que íbamos a saber con seguridad si era yo capaz o no de perseguir el poder.

Miré en torno. Estábamos en la cima de un cerro alto, muy grande. Quise caminar en dirección de algo que parecía un reborde o una grieta en la roca, pero don Juan dio un salto y me contuvo.

Me ordenó imperiosamente permanecer en el sitio donde había caído hasta que el sol saliera detrás de unos negros picos de montaña a corta distancia.

Señaló el este y llamó mi atención hacia un pesado banco de nubes sobre el horizonte. Dijo que sería buena señal si el viento se llevaba las nubes a tiempo para que los primeros rayos del sol dieran en mi cuer­po, allí en lo alto del cerro.

Me indicó quedarme quieto, de pie, con la pierna derecha al frente, como si estuviera caminando, y no mirar directamente el horizonte, sino mirarlo sin en­focar.

Las piernas se me pusieron muy tiesas y las panto­rrillas me dolían. Era una postura torturante y los músculos de mis piernas estaban demasiado adolori­dos para sostenerme. Soporté lo más que pude. Me hallaba a punto de caer. Las piernas me temblaban fuera de control cuando don Juan puso fin al asunto. Me ayudó a sentarme.

El banco de nubes no se había movido y no había­mos visto el sol despuntar en el horizonte.

El único comentario de don Juan fue:

-Ni modo.

No quise preguntar de inmediato cuáles eran las verdaderas implicaciones de mi fracaso, pero cono­ciendo a don Juan sabía con certeza que él debía se­guir el dictado de sus señales. Y esa mañana no ha­bía habido señal. Se disipó el dolor de mis pantorri­llas y sentí una oleada de bienestar. Me puse a tro­tar para soltar mis músculos. En voz muy suave, don Juan me dijo que corriera a un cerro adyacente y cor­tara algunas hojas de un arbusto específico para fro­tarme las piernas y aliviar el dolor muscular.

Desde donde me hallaba, pude ver claramente un gran arbusto, verde vivo. Las hojas parecían muy húmedas. Las había usado antes. Nunca sentí que me hubiesen ayudado, pero don Juan siempre afirma­ba que el efecto de las plantas verdaderamente amis­tosas era tan sutil que casi no se notaba, pero que siempre producían los resultados debidos.

Corriendo, bajé el cerro y subí el otro. Al llegar a la cima me di cuenta de que el esfuerzo casi había sido demasiado para mí. Tuve dificultades para recuperar el aliento, y mi estómago se revolvía. Me acuclillé y luego me agazapé un momento hasta sen­tirme relajado. Luego me incorporé y estiré la mano para cortar las hojas indicadas. Pero no hallé el ar­busto. Miré en torno. Estaba seguro de hallarme en el sitio correcto, pero en esa zona del cerro no había nada que se pareciera ni remotamente a esa planta particular. Sin embargo, ése tenía que ser el sitio donde la vi. Cualquier otro quedaría fuera del cam­po de quienquiera que mirase desde el lugar donde don Juan estaba parado.

Abandoné la búsqueda y volví al otro cerro. Don Juan sonrió con benevolencia cuando expliqué mi equivocación.

-¿Por qué dices que fue una equivocación? -pre­guntó.

-Por lo visto el arbusto no está allí -dije.

-Pero tú lo viste, ¿o no?

-Creí verlo.

-¿Qué ves ahora en su lugar?

-Nada.

No había absolutamente ninguna vegetación en el lugar donde antes me pareció ver la planta. Intenté atribuir lo que había visto a una distorsión visual, una especie de espejismo. Yo me hallaba realmente exhausto, y a causa de ello pude fácilmente creer que veía algo que esperaba ver allí, pero que no estaba.

Don Juan chasqueó suavemente la lengua y se me quedó viendo un breve instante.

-Yo no veo ninguna equivocación -dijo-. La planta está allí arriba de ese cerro.

Fue mi turno de reír. Escudriñé cuidadosamente toda el área. No había plantas de ésas a la vista y lo que yo había experimentado era, hasta donde mi co­nocimiento llegaba, una alucinación.

Con mucha calma, don Juan empezó a bajar la ladera y me hizo seña de seguirlo. Subimos juntos al otro cerro y nos paramos en el mero sitio donde creí ver el arbusto.

Chasquee la lengua con la absoluta certeza de estar en lo cierto. Don Juan me imitó.

-Ve al otro lado del cerro -dijo-. Allí encon­trarás la planta.

Hice notar que el otro lado del cerro había estado fuera de mi campo de visión; tal vez hubiera allí una planta, pero eso no significaba nada.

Don Juan hizo un movimiento de cabeza para in­dicar que lo siguiera. Rodeó la cumbre del cerro en vez de atravesarla directamente, y con dramatismo se detuvo junto a un arbusto verde, sin mirarlo.

Se volvió y me miró. Fue una mirada peculiarmen­te penetrante.

-Ha de haber cientos de esas plantas por aquí -dije.

Don Juan, con mucha paciencia, descendió la otra ladera del cerro, conmigo en pos suyo. Buscamos en todas partes un arbusto similar. Pero no había nin­guno a la vista. Cubrimos cosa de medio kilómetro antes de encontrar otra planta.

Sin decir palabra, don Juan me guió de regreso al primer cerro. Estuvimos en él un momento y luego me llevó a otra excursión, pero en dirección opuesta. Recorrimos con minuciosidad el área y hallamos otros dos arbustos, como a kilómetro y medio de distancia. Habían crecido juntos y resaltaban como un parche de verde vívido e intenso, más lozano que todos los otros arbustos en torno.

Don Juan me miró con expresión de seriedad. Yo no sabía qué pensar del asunto.

-Ésta es una señal muy extraña -dijo.

Regresamos a la cima del primer cerro, dando un amplio rodeo para llegar desde una nueva dirección. Don Juan parecía estar haciendo lo posible por de­mostrarme que había muy pocas plantas de ésas en los alrededores. No encontramos ninguna otra en nuestro camino. Después de subir al cerro, nos senta­mos en silencio total. Don Juan desató sus guajes.

-Te sentirás mejor después de comer -dijo.

No podía ocultar su regocijo. Lucía una sonrisa de oreja a oreja al darme palmaditas en la cabeza. Yo me sentía desorientado. Los nuevos acontecimientos eran inquietantes, pero me hallaba demasiado ham­briento y cansado para meditar realmente en ellos.

Después de comer tuve mucho sueño. Don Juan me instó a usar la técnica de mirar sin enfocar para descubrir un sitio apropiado para dormir en el cerro donde vi el arbusto.

Elegí uno. Don Juan recogió las hojas secas del sitio e hizo con ellas un círculo del tamaño de mi cuerpo. Con mucha gentileza, jaló unas ramas tiernas de los arbustos y barrió el área dentro del circulo. Sólo hizo la mímica de barrer; no tocó el suelo con las ra­mas. Luego juntó todas las piedras que había dentro del círculo y las puso en el centro, después de divi­dirlas meticulosamente, por tamaño, en dos montones de igual cantidad.

-¿Qué va a hacer usted con esas piedras? -pre­gunté.

-No son piedras -dijo-. Son cuerdas. Van a mantener suspendido tu sitio.

Tomó las rocas más pequeñas y marcó. con ellas la circunferencia del círculo. Igualó las distancias entre ellas y con ayuda de una vara aseguró firmemente cada piedra en el suelo, como haría un albañil.

No me dejó entrar en el circulo; me dijo que cami­nara en torno y viera lo que él estaba haciendo. Con­tó dieciocho rocas, siguiendo una dirección contraria a las manecillas del reloj.

-Ahora corre al pie del cerro y espera -dijo-. Y yo me asomaré desde la orilla para ver si estás pa­rado donde debes.

-¿Qué va usted a hacer?

-Te voy a tirar estas cuerdas una por una -dijo señalando el montón de piedras más grandes-. Y tú tienes que ponerlas en el suelo, en el sitio que te in­dique, del mismo modo que yo he puesto las otras.

"Tienes que tener una cautela infinita. Cuando uno maneja poder, hay que ser perfecto. Los errores son mortales aquí. Cada una de éstas es una cuerda, una cuerda que podría matarnos si la dejamos suelta por ahí, conque simple y sencillamente no puedes cometer errores. Debes clavar la vista en el sitio don­de yo tire la cuerda. Si te distraes con cualquier cosa, la cuerda se convertirá en una piedra común y co­rriente y no podrás distinguirla de las otras piedras ahí tiradas."

Sugerí que sería más fácil que yo bajara las "cuer­das" una por una.

Don Juan rió y meneó la cabeza en sentido nega­tivo.

-Éstas son cuerdas -insistió-. Y yo tengo que tirarlas y tú tienes que recogerlas.

Llevó horas cumplir la tarea. El grado de concen­tración necesario era sumamente arduo. En cada oca­sión, don Juan me recordaba que estuviera atento y enfocase la mirada. Tenía razón en hacerlo. Discer­nir una piedra específica que se precipitaba cuesta­bajo, empujando otras piedras en su camino, era en verdad cosa de locos.

Guando hube cerrado completamente el círculo y subido a la cima, me sentía a punto de caer muerto. Don Juan había acolchonado el círculo con ramas pe­queñas. Me dio unas hojas y me dijo que las pusiera dentro de mis pantalones, contra la piel de la región umbilical. Dijo que me darían calor y que no necesi­taría cobija para dormir. Me desplomé dentro del círculo. Las ramas formaban un lecho bastante blan­do, y me dormí en el acto.

Atardecía cuando desperté. Estaba nublado y hacia viento. Las nubes sobre mi cabeza eran cúmulos com­pactos, pero hacia el oeste había cirros delgados y el sol bañaba la tierra de tiempo en tiempo.

El sueño me había renovado. Me sentía vigoroso y feliz. El viento no me molestaba. No tenía frío. Alcé la cabeza apoyándola en los brazos y miré alre­dedor. No me había dado cuenta, pero el cerro era bastante alto. El paisaje hacia el oeste era impresio­nante. Veía yo una vasta área de montes bajos y luego el desierto. Había una cordillera de picos café oscuro hacia el norte y el este, y en dirección sur una extensión interminable de tierra y cerros y distantes montañas azules.

Tomé asiento. Don Juan no estaba a la vista. Tuve un repentino ataque de miedo. Pensé que tal vez me había dejado allí solo, y yo no sabía cómo volver a mi coche. Volví a acostarme en el colchón de ramas y, curiosamente, se disipó mi aprensión. Nuevamente experimenté un sentimiento de quietud, un exquisito bienestar. Era una sensación extremadamente nueva para mí; mis pensamientos parecían haber sido des­conectados. Era feliz. Me sentía sano. Una eferves­cencia muy tranquila me llenaba. Un viento suave soplaba del oeste y barría todo mi cuerpo sin darme frío. Lo sentía en la cara y en torno a los oídos, como una suave ola de agua tibia que me bañaba y luego retrocedía y volvía a bañarme. Era un extraño estado de ser, sin paralelo en mi agitada y dislocada vida. Empecé a llorar, no por tristeza ni autocom­pasión sino a causa de una alegría inefable, inexplica­ble.

Quería quedarme para siempre en ese sitio y tal vez allí seguiría si don Juan no hubiera llegado a sacarme de un tirón.

-Ya descansaste bastante -dijo al jalarme para que me incorporara.

Me llevó muy calmadamente a caminar por la pe­riferia de la cima. Caminamos despacio y en silencio completo. Él parecía interesado en hacerme observar el paisaje en torno. Señalaba nubes o montañas con un movimiento de los ojos o de la barbilla.

El paisaje de atardecer era espléndido. Evocaba en mí sensaciones de reverencia y desesperanza. Me re­cordaba escenas vistas en la niñez.

Trepamos a la parte







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