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XIV. LA MARCHA DE PODER



 

Sábado, abril 8, 1962

 

-¿Es la muerte un personaje, don Juan? -pregunté al tomar asiento en el pórtico.

Hubo un aire de desconcierto en la mirada de don Juan. Estaba sosteniendo una bolsa de provisio­nes que yo le había traído. La dejó cuidadosamente en el suelo y se sentó frente a mí. Me sentí animado y expliqué que deseaba saber si la muerte era una persona, o semejante a una persona, cuando obser­vaba la última danza de un guerrero.

-¿Es importante saber esto? -preguntó don Juan.

Le dije que la imagen me resultaba fascinante y deseaba saber cómo llegó a ella. Cómo sabía que así era.

-Es muy sencillo -dijo-. Un hombre de conoci­miento sabe que la muerte es el último testigo por­que la ve.

-¿Quiere decir que usted mismo ha presenciado la última danza de un guerrero?

-No. No se puede ser testigo de eso. Sólo la muer­te puede. Pero he visto a mi propia muerte observar­me, y he bailado ante ella como si me estuviera mu­riendo. Al final de mi danza, la muerte no apuntó. en ninguna dirección, ni el sitio de mi predilección se estremeció diciéndome adiós. De modo que mi tiempo sobre la tierra no se había acabado todavía, y no morí. Cuando todo eso tuvo lugar, yo tenía poder limitado y no entendía los designios de mi propia muerte; por eso creía estarme muriendo.

-¿Era su muerte como una persona?

-Ya te estás haciendo el loco otra vez. Piensas que todo lo vas a entender haciendo preguntas. Yo no creo que lo logres, pero ¿quién soy para decir?

"La muerte no es como una persona. Es más bien una presencia. Pero también podría uno decir que no es nada y sin embargo es todo. Uno tendría razón en todos aspectos. La muerte es cualquier cosa que uno desee.

"Yo me siento a gusto con la gente, de modo que la muerte es para mí una persona. También soy dado a los misterios, de modo que la muerte tiene para mí ojos huecos. Puedo mirar a través de ellos. Son como dos ventanas, pero se mueven como ojos. Así puedo decir que la muerte, con sus ojos huecos, mira a un guerrero mientras él baila por última vez en la tierra."

-¿Pero es, así sólo para usted, don Juan, o es lo mismo para otros guerreros?

-Es lo mismo para cada guerrero que tiene una danza de poder, y sin embargo no lo es. La muerte presencia la última danza del guerrero, pero la ma­nera en que el guerrero ve a su muerte es asunto personal. Puede ser cualquier cosa: un pájaro, una luz, una persona, una mata, una piedrita, un trozo de niebla, o una presencia desconocida.

Esas imágenes de la muerte me inquietaron. No pude hallar palabras adecuadas para dar voz a mis preguntas, y tartamudeé. Don Juan me miró con fi­jeza, sonriendo, y me animó a hablar.

Le pregunté si la forma en que un guerrero veía a su muerte dependía de cómo lo hubieran educado. Usé como ejemplos a los indios yumas y yaquis. Mi propia idea era que la cultura determinaba el modo en que uno se representaba a la muerte.

-No importa cómo lo hayan criado a uno -dijo él-. Lo que determina el modo en que uno hace cualquier cosa es el poder personal. Un hombre no es más que la suma de su poder personal, y esa suma determina cómo vive y cómo muere.

-¿Qué es el poder personal?

-El poder personal es un sentimiento -dijo-. Algo como tener suerte. O podríamos llamarlo un estado de ánimo. El poder personal es algo que uno adquiere sin importar su propio origen. Ya te he di­cho que un guerrero es un cazador de poder, y que te estoy enseñando a cazarlo y guardarlo. Lo difícil contigo, que es lo difícil con todos nosotros, es que te convenzas. Necesitas creer que el poder personal puede usarse y que es posible guardarlo, pero hasta ahora no te has convencido.

Le dije que se había dado a entender y que yo estaba tan convencido como jamás lo estaría. Rió.

-No hablo de ese tipo de convicción -dijo.

Dio dos o tres puñetazos suaves en mi hombro y añadió con un cacareo:

-No necesito que me sigas la corriente, ya lo sabes

Me sentí obligado a asegurarle que hablaba en serio.

-No lo dudo -dijo-. Pero estar convencido sig­nifica que puedes actuar por ti mismo. Todavía te costará una gran cantidad de esfuerzo el hacerlo.

Queda mucho por hacer. Apenas empiezas.

Quedó en silencio un momento. Su rostro adqui­rió una expresión de placidez.

-Es muy extraño, pero a veces me haces acordar a mí mismo -prosiguió-. Tampoco yo quería seguir el camino del guerrero-. Creía que tanto trabajo era para nada, y puesto que todos vamos a morir, ¿qué importaba el ser guerrero? Me equivocaba. Pero tuve que descubrirlo por mi propia cuenta. Cuando llegues a descubrir que te equivocas, y que cierta­mente hay un mundo de diferencia, podrás decir que estás convencido. Y entonces puedes seguir adelante por tu cuenta. Y a lo mejor, por tu cuenta, hasta te haces hombre de conocimiento.

Le pedí explicar qué quería decir con hombre de conocimiento.

-Un hombre de conocimiento es alguien que ha seguido de verdad las penurias del aprendizaje -di­jo-. Un hombre que, sin apurarse ni desfallecer, ha llegado lo más lejos que puede en desentrañar los secretos del poder personal.

Discutió el concepto en términos breves y luego lo desechó como tema de conversación, diciendo que yo sólo debía preocuparme por la idea de almacenar poder personal.

-Eso es incomprensible -protesté-. De veras, no puedo figurarme qué es lo que está usted diciendo.

-Cazar poder es un evento peculiar -dijo-. Pri­mero tiene que ser una idea, luego hay que arreglarlo, paso a paso, y luego ¡pum! Sucede.

-¿Cómo sucede?

Don Juan se puso en pie. Empezó a estirar los bra­zos, arqueando la espalda como gato. Sus huesos, como de costumbre, produjeron una serie de sonidos chasqueantes.

-Vámonos -dijo-. Tenemos que hacer un largo viaje.

-Pero tengo tantas cosas que preguntarle -dije.

-Vamos a un sitio de poder -respondió al entrar en su casa-. ¿Por qué no guardas tus preguntas para cuando estemos allí? A lo mejor tenemos oportunidad de hablar.

Pensé que iríamos en coche, de modo que me le­vanté y fui a mi auto, pero don Juan me llamó desde la casa y me indicó tomar mi red con guajes. Me estaba esperando a la orilla del chaparral desértico detrás de su casa.

-Hay que apurarse -dijo.

 

A eso de las tres de la tarde llegamos a las primeras faldas de la Sierra Madre occidental. Había sido un día cálido, pero hacia el atardecer el viento se enfrió. Don Juan tomó asiento en una roca y me hizo seña de imitarlo.

-¿Qué vamos a hacer aquí esta vez, don Juan?

-Sabes muy bien que venimos a cazar poder.

-Lo sé. ¿Pero qué vamos a hacer aquí en par­ticular?

-Sabes que no tengo la menor idea.

-¿Quiere usted decir que nunca sigue un plan?

-Cazar poder es un asunto muy extraño -dijo-. No hay manera de planearlo por anticipado. Eso es lo emocionante. Pero de todos modos un guerrero procede como si tuviera un plan, porque confía en su poder personal. Sabe de cierto que lo hará actuar en la forma más apropiada.

Señalé que sus aseveraciones eran de alguna ma­nera contradictorias. Si un guerrero ya tenía poder personal, ¿por qué iba a cazarlo?

Don Juan alzó las cejas e hizo un falso gesto de fastidio.

-Tú eres el que está cazando poder personal -di­jo-. Y yo soy el guerrero que ya tiene. Me pregun­taste si tenía un plan y yo dije que confío en que mi poder personal me guíe y que no necesito tener un plan.

Nos quedamos allí un momento y luego echamos a andar nuevamente. Las cuestas eran muy empina­das, y treparlas me resultaba muy difícil y extrema­damente fatigoso. Por otra parte, el vigor de don Juan parecía no tener fin. No corría ni se apresuraba. Su andar era continuo e incansable. Noté que ni si­quiera sudaba, incluso después de trepar una ladera enorme y casi vertical. Cuando yo llegué a su parte superior, don Juan ya estaba allí, esperándome. Al sentarme junto a él sentí que el corazón se me iba a salir del pecho. Me acosté bocarriba y el sudor manó, literalmente, de mis cejas.

Don Juan rió con fuerza y me rodó de un lado a otro durante un rato. El movimiento me ayudó a re­cobrar el aliento.

Le dije que su aptitud física me tenía en verdad atónito.

-Todo el tiempo he estado tratando de dártela a notar -dijo.

-¡Usted no es viejo para nada, don Juan!

-Claro que no. He estado tratando de que lo notes.

-¿Cómo le hace usted?

-No hago nada. Mi cuerpo se siente perfectamente, eso es todo. Me trato muy bien; por eso no tengo motivo para sentirme cansado o incómodo. El secre­to no está en lo que tú mismo te haces, sino más bien en lo que no haces.

Esperé una explicación. Él parecía consciente de mi incapacidad de comprender. Sonrió y se puso de pie.

-Éste es un sitio de poder -dijo-. Encuentra un lugar para que acampemos aquí en esta cima.

Empecé a protestar. Quería que me explicara qué era lo que no debía yo hacerle a mi cuerpo. Hizo un gesto imperioso.

-Déjate de tonterías -dijo con suavidad-. Esta vez nada más actúa, para variar. No importa cuánto te tardes en hallar un sitio apropiado para descansar. Tal vez te lleve toda la noche. Tampoco es impor­tante que halles el sitio; lo importante es que trates de hallarlo.

Guardé mi bloque de notas y me puse en pie. Don Juan me recordó, como había hecho incontables veces -siempre que me había pedido hallar un lu­gar de reposo-, que mirara sin enfocar ningún si­tio particular, achicando los ojos hasta emborronar la visión.

Eché a andar, escudriñando el suelo con mis ojos entrecerrados. Don Juan caminaba un metro a mi derecha y un par de pasos atrás de mí.

Cubrí primero la periferia de la cima. Mi intención era ir en espiral hacia el centro. Pero cuando hube cubierto la circunferencia de la cima, don Juan me hizo detenerme.

Me acusó de permitir que mi preferencia por las rutinas tomara las riendas. En tono sarcástico añadió que ciertamente cubría yo el área en forma sistemática, pero de un modo tan seco y estéril que no sería capaz de percibir el sitio convenientes Dijo que él mismo sabía donde estaba dicho sitio, de modo que no había posibilidad de improvisaciones por mi parte.

-¿Qué debería hacer entonces en lugar de esto? -pregunté.

Don Juan me hizo sentarme. Luego arrancó una sola hoja de diversos arbustos y me las dio. Me ordenó acostarme de espaldas y aflojar mi cinturón y poner las hojas contra la piel de mi región umbilical. Su­pervisó mis movimientos y me indicó presionar con ambas manos las hojas contra mi cuerpo. Luego me ordenó cerrar los ojos y me advirtió que, si deseaba resultados perfectos, no debía soltar las hojas, ni abrir los ojos, ni tratar de sentarme cuando él moviese mi cuerpo a una posición de poder.

Me agarró por el sobaco derecho y me dio vuelta. Tuve un invencible deseo de atisbar a través de mis párpados entreabiertos, pero don Juan me puso la mano sobre los ojos. Me ordenó ocuparme únicamen­te de la sensación de calor que saldría de las hojas.

Después de yacer inmóvil un momento, empecé a sentir una extraña calidez que emanaba de las hojas. Primero la noté en las palmas de las manos, luego se extendió a mi abdomen, y por fin invadió literal­mente todo mi cuerpo. En cuestión de minutos mis pies ardían con un calor que me recordaba momen­tos en que tuve alta temperatura.

Hablé a don Juan de la sensación desagradable y el deseo de quitarme los zapatos. Él dijo que me iba a ayudar a incorporarme, que no abriera los ojos hasta que él me dijese, y que continuara apretando las hojas contra mi estómago hasta encontrar el sitio adecuado para descansar.

Cuando estuve de pie, me susurró al oído que abriera los ojos y caminara sin plan, dejando que el poder de las hojas me jalara y me guiara.

Empecé a caminar al azar. El calor de mi cuerpo era desagradable. Creí que tenía fiebre, y me abstraje tratando de concebir por qué medios la había producido don Juan.

Él caminaba tras de mí. De pronto soltó un grito que casi me paralizó. Explicó, riendo, que los ruidos bruscos espantan a los espíritus no gratos. Achiqué los ojos y anduve de un lado a otro durante cosa de media hora. En ese tiempo, el incómodo calor de mi cuerpo se convirtió en una tibieza placentera. Expe­rimenté una sensación de ligereza al recorrer la cima hacia adelante y hacia atrás. Sin embargo, me sentía desilusionado; por algún motivo había esperado no­tar algún tipo de fenómeno visual, pero no había el menor cambio en la periferia de mi campo de visión: ni colores insólitos, ni resplandor, ni masas oscuras.

Por fin me cansé de tener los ojos entrecerrados y los abrí. Me hallaba frente a una pequeña saliente de piedra arenisca, uno de los pocos lugares yermos y rocosos en la cima; el resto era tierra con pequeños arbustos muy espaciados. Al parecer la vegetación se había quemado algún tiempo antes y los nuevos bro­tes no maduraban aún por completo. Por alguna razón desconocida, la saliente arenisca me pareció hermosa. Estuve largo rato parado mirándola. Y lue­go, simplemente, me senté en ella.

-¡Bien! ¡Bien! -dijo don Juan y me palmeó la espalda.

Luego me dijo que sacara cuidadosamente las hojas de bajo mis ropas y las colocase en la roca.

Apenas hube retirado las hojas de mi piel, empecé a refrescarme. Me tomé el pulso. Parecía normal.

Don Juan rió y me dijo "doctor Carlos" y me pre­guntó si no le tomaba el pulso también a él. Dijo que lo que sentí fue el poder de las hojas, y que ese poder me despejó y me permitió cumplir mi tarea.

Afirmé, con toda sinceridad, que no había hecho nada en particular, y que me senté en ese sitio por­que estaba cansado y porque el color de la piedra me resultó muy atrayente.

Don Juan no dijo nada. Estaba parado cerca de mí. Súbitamente saltó hacia atrás, corrió con agilidad increíble y, saltando unos arbustos, llegó a una alta cresta de rocas, a cierta distancia.

-¿Qué pasa? -pregunté, alarmado.

-Vigila la dirección en la que el viento se llevará tus hojas -dijo-. Cuéntalas rápido. El viento viene. Guarda la mitad y vuélvetelas a poner en la barriga.

Conté veinte hojas. Metí diez bajo mi camisa, y entonces una fuerte racha de viento esparció las otras diez en una dirección occidental. Al ver volar las ho­jas, tuve la extraña sensación de que una entidad real las barría deliberadamente hacia la masa amorfa de matorrales verdes.

Don Juan volvió a donde me hallaba y se sentó junto a mí, a mi izquierda, mirando al sur.

No dijimos palabra en largo tiempo. Yo no sabía qué decir. Estaba exhausto. Quería cerrar los ojos, pero no me atrevía. Don Juan debe haber notado mi condición y dijo que estaba bien dormirse. Me indicó poner las manos en el abdomen, sobre las hojas, y tratar de sentir que me hallaba suspendido en el le­cho de "cuerdas" que él me había preparado en el "sitio de mi predilección". Cerré los ojos, y el recuer­do de la paz y plenitud que experimenté durmiendo en aquel otro cerro me invadió. Quise descubrir si en verdad podía sentirme suspendido, pero me dormí.

Desperté justamente antes del crepúsculo. El sueño me había refrescado y vigorizado. Don Juan también se había dormido. Abrió los ojos al mismo tiempo que yo. Soplaba viento, pero yo no tenía frío. Las hojas sobre mi estómago parecían haber actuado como estufa, como una especie de calentador.

Examiné el derredor. El sitio que había elegido para descansar era como una pequeña cuenca. Era posible sentarse en él como en un diván largo; había suficiente muro rocoso para servir de respaldo. Tam­bién descubrí que don Juan había traído mis libre­tas y las había puesto bajo mi cabeza.

-Hallaste el sitio correcto -dijo con una son­risa-. Y toda la operación tuvo lugar como yo te dije. El poder te guió aquí sin ningún plan de tu parte.

-¿Qué clase de hojas me dio usted? -pregunté.

El calor que irradiaba de las hojas y me conser­vaba en un estado tan cómodo sin mantas ni ropa gruesa, era en verdad un fenómeno absorbente para mí.

-Nada más eran hojas -dijo don Juan.

-¿Quiere usted decir que yo podría agarrar hojas de cualquier arbusto y me producirían el mismo efecto?

-No. No quiero decir que tú mismo puedas hacer eso. Tú no tienes poder personal. Quiero decir que cualquier clase de hojas ayuda, siempre y cuando la persona que te las dé tenga poder. Lo que te ayudó hoy no fueron las hojas, sino el poder.

-¿El poder de usted, don Juan?

-Supongo que puedes decir que fue mi poder, aunque eso no es realmente exacto. El poder no per­tenece a nadie. Algunos de nosotros podemos guardarlo, y luego se le podría dar directamente a otra persona. Verás, la clave del poder así guardado es que sólo puede usarse para ayudar a alguien más a guardar poder.

Le pregunté si eso significaba que su poder estaba limitado exclusivamente a ayudar a los otros. Don Juan explicó pacientemente que él podía usar su po­der personal en la forma que quisiera, en cualquier cosa que deseara, pero cuando se trataba de darlo directamente a otra persona, era inútil a menos que esa persona lo utilizara para su propia búsqueda de poder personal.

-Todo lo que hace un hombre gira sobre su po­der personal -prosiguió don Juan-. Así pues, para quien no tiene, los hechos de un hombre poderoso son increíbles. Se necesita poder hasta para concebir lo que es el poder, Esto es lo que he estado tratando dé decirte todo el tiempo. Pero sé que no entiendes, no porque no quieras sino porque tienes muy poco poder personal.

-¿Qué debo hacer, don Juan?

-Nada. Sigue como vas. El poder hallará el modo.

Se puso de pie y dio la vuelta en circulo completo, clavando la mirada en todo lo que había en torno. Su cuerpo se movía al mismo tiempo que sus ojos; el efecto total era el de un hierático juguete mecá­nico que giraba ejecutando un movimiento circular preciso e inmutable.

Lo miré con la boca abierta. Él ocultó una sonrisa, consciente de mi sorpresa.

-Hoy vas a cazar poder en la oscuridad del día -dijo y tomó asiento.

-¿Cómo dijo?

-Esta noche te aventurarás en aquellos cerros des­conocidos. En la oscuridad esos no son cerros.

-¿Qué son?

-Son otra cosa. Algo que no te imaginas, porque nunca has presenciado su existencia.

-¿Qué quiere usted decir, don Juan? Siempre me asusta usted con esas cosas fantasmagóricas.

Se rió y pateó suavemente mi pantorrilla.

-El mundo es un misterio -dijo-. Y no es para nada cómo te lo representas

Pareció reflexionar un momento. Su cabeza empezó a subir y bajar rítmicamente; luego sonrió y añadió:

-Bueno, también es como te lo representas, pero eso no es todo lo que hay en el mundo; hay mucho más. Has estado descubriendo eso todo el tiempo, y a lo mejor esta noche añades un pedazo más.

Su entonación me dio escalofríos.

-¿Qué planea usted? -pregunté.

-Yo no planeo nada. Todo lo decide el mismo poder que te permitió encontrar este sitio.

Don Juan se puso en pie y señaló algo a la dis­tancia. Supuse que deseaba que me levantase a mi­rar. Traté de incorporarme de un salto, pero antes de que pudiera enderezarme por entero don Juan me empujó hacia abajo con terrible fuerza.

-No te pedí seguirme -dijo con voz severa. Luego suavizó el tono y añadió: -Esta noche la vas a pasar un poco difícil, y necesitarás todo el poder personal que puedas juntar. Quédate donde estás y guárdate para más tarde.

Explicó que no estaba señalando nada, sino sólo cerciorándose de que ciertas cosas estaban allí. Me aseguró que todo se hallaba en orden y que yo debía sentarme en silencio y ocuparme en algo, porque tenía mucho tiempo para escribir antes de que la oscuridad terminara de cubrir la tierra. Su sonrisa era contagiosa y muy confortante.

-¿Pero qué vamos a hacer, don Juan?

Meneó la cabeza de lado a lado en un gesto exa­gerado de incredulidad.

-¡Escribe! -ordenó y me volvió la espalda.

No me quedaba nada más que hacer. Trabajé en mis notas hasta que oscureció demasiado.

Don Juan conservó la misma posición todo el tiem­po que estuve trabajando. Parecía absorto en con­templar la distancia hacia el oeste. Pero apenas me detuve se volvió hacia mí y dijo en tono jocoso que las únicas maneras de callarme eran darme de comer, hacerme escribir o dormirme.

Sacó de su mochila un bulto pequeño, y ceremo­niosamente lo abrió. Contenía trozos de carne seca. Me dio uno y tomó otro para sí y empezó a mascarlo. Me informó, como al descuido, que era comida de poder, necesaria para ambos en esa ocasión. Yo estaba demasiado hambriento para pensar en la posibilidad de que la carne contuviese alguna sustancia psicotró­pica. Comimos en completo silencio hasta que la car­ne se acabó, y para entonces la oscuridad era total.

Don Juan se puso en pie y estiró los brazos y la espalda. Me sugirió hacer lo mismo. Dijo que era buena costumbre estirar todo el cuerpo después de dormir, estar sentado o caminar.

Seguí su consejo y algunas de las hojas que conser­vaba bajo la camisa se escurrieron por las piernas de mi pantalón. Me pregunté si debería tratar de reco­gerlas, pero él dijo que lo olvidara, que ya no había ninguna necesidad de ellas y que las dejase caer don­de quisiera.

Entonces don Juan se acercó mucho y me susurró en el oído derecho que yo debía seguirlo muy de cerca e imitar todo lo que hiciera. Dijo que estába­mos a salvo en el sitio donde nos hallábamos, porque estábamos, por así decirlo, al filo de la noche.

-Esto no es la noche -susurró, pateando la roca donde pisábamos-. La noche está allá afuera.

Señaló la oscuridad que nos circundaba.

Luego revisó mí red portadora para ver si los gua­jes de comida y mis cuadernos de notas estaban ase­gurados, y en voz suave dijo que un guerrero siempre se cercioraba de que todo estuviese en orden, no por­que creyera que iba a sobrevivir la prueba que se hallaban a punto de emprender, sino porque era parte de su conducta impecable.

En vez de producirme alivio, sus admoniciones crea­ron la absoluta certeza de que mi fin se acercaba. Quise llorar. Don Juan, sin duda, tenía plena con­ciencia del efecto de sus palabras.

-Confía en tu poder personal -me dijo al oído-. Eso es todo lo que uno tiene en todo este mundo mis­terioso.

Me jaló con gentileza y echamos a andar. Tomó la delantera un par de pasos frente a mí. Lo seguí con la vista fija en el suelo. Por algún motivo no osaba mirar en torno, y enfocar los ojos en el suelo me daba una extraña calma; casi me hipnotizaba.

Tras un corto camino, don Juan se detuvo. Su­surró que la oscuridad total estaba cerca y que él iba a adelantarse, pero me daría su posición imitando el canto de cierto buho pequeño. Me recordó que yo ya conocía su imitación particular: rasposa al prin­cipio y después fluida como el canto de un buho ver­dadero. Me advirtió cuidarme muchísimo de otros cantos de tecolote que no llevaran esa marca.

Al terminar don Juan de darme esas instrucciones, yo era ya presa del pánico. Lo aferré por el brazo y me negué a soltarlo. Traté dos o tres minutos en calmarme lo suficiente para poder articular mis pala­bras. Una oleada nerviosa corría a lo largo de mi estómago y abdomen y me impedía hablar con cohe­rencia.

En voz tranquila y suave, don Juan me instó a dominarme, porque la oscuridad era como el viento: una entidad desconocida e indómita que podía enga­tusarme si no me cuidaba, para vérmelas con ella tenía que estar perfectamente calmo.

-Tienes que dejarte ir para que así tu poder per­sonal se aúne con el poder de la noche -me dijo a oído.

Dijo que iba a adelantarse y tuve un ataque de miedo irracional.

-Esto es una locura -protesté.

Don Juan no se enojó ni se impacientó. Rió calla­damente y me dijo al oído algo que no acabé de entender.

-¿Qué dijo usted? -pregunté en voz alta, mientras mis dientes castañeteaban.

Don Juan me puso la mano en la boca y susurró que un guerrero actuaba como si supiera lo que ha­cía, aunque en realidad no sabía nada. Repitió una frase tres o cuatro veces, como si quisiera que yo la memorizara. Dijo:

-Un guerrero es impecable cuando confía en su poder personal sin importar que sea pequeño o enorme.

Tras una breve espera me preguntó si estaba bien. Asentí y se perdió velozmente de vista casi sin un sonido.

Traté de mirar en torno. Parecía hallarme en una zona de vegetación tupida. Sólo podía discernir la masa oscura de unos arbustos, o acaso árboles peque­ños. Concentré mi atención en los sonidos, pero nin­guno resaltaba. El silbar del viento sofocaba todos los otros ruidos, excepto el esporádico grito penetran­te de buhos grandes y el trinar de otras aves.

Aguardé un rato en un estado de atención extre­ma. Y entonces llegó el canto rasposo y prolongado de un buho pequeño. No dudé que fuera don Juan. Se oyó en un sitio a mis espaldas. Di la vuelta y eché a andar en esa dirección. Me movía despacio porque me sentía inextricablemente estorbado por las tinieblas.

Anduve unos diez minutos. De pronto, una masa oscura saltó frente a mí. Di un grito y caí hacia atrás, de nalgas. Mis oídos empezaron a zumbar. El susto fue tan grande que me cortó el aliento. Tuve que abrir la boca para respirar.

-Párate -dijo don Juan suavemente-. No quise asustarte. Nada más vine a tu encuentro.

Dijo que había estado observando mi absurda for­ma de andar, y que al moverme en la oscuridad pa­recía yo una viejita lisiada queriendo caminar de puntitas entre charcos de lodo. La imagen le hizo gracia y rió fuerte.

Procedió luego a mostrarme una forma especial de caminar en la oscuridad, una forma que llamaba "la marcha de poder". Se agachó frente a mí y me hizo pasar las manos sobre su espalda y sus rodillas, con el fin de darme una idea de la posición de su cuerpo. El tronco de don Juan estaba ligeramente inclinado hacia adelante, pero su espina se hallaba derecha. También sus rodillas estaban un poco dobladas.

Caminó despacio frente a mí para hacerme notar que alzaba las rodillas casi hasta el pecho cada vez que daba un paso. Y luego echó a correr perdiéndose de vista y regresó de nuevo. Yo no concebía cómo podía correr en la oscuridad total.

-La marcha de poder es para correr de noche -me susurró al oído.

Me instó a hacer la prueba. Le dije que sin duda me rompería las piernas al caer en una grieta o con­tra una roca. Don Juan dijo con mucha calma que la marcha de poder era completamente segura.

Le señalé que la única manera en que yo podía comprender sus actos era suponiendo que conocía a la perfección esos montes y así evitaba los peligros.

Don Juan tomó mi cabeza entre las manos y su­surró con energía:

-¡Ésta es la noche! ¡Y eso es poder!

Me soltó la cabeza y añadió, en voz suave, que de noche el mundo era distinto; y que su habilidad para correr en lo oscuro no tenía nada que ver con su conocimiento de esos cerros. Dijo que la clave era dejar al poder personal fluir libremente, para que se mezclara con el poder de la noche; una vez que ese poder tomaba las riendas no había posibilidad de res­balar. Agregó, en un tono de seriedad absoluta, que si yo lo dudaba debía recapacitar por un momento en lo que estaba pasando. Para un hombre de su edad, correr por el monte a esa hora sería suicida si el poder de la noche no lo estuviera guiando.

-¡Mira! -dijo, y corrió velozmente adentrándose en la oscuridad y regresó de nuevo.

Su cuerpo se movía en una forma tan extraordi­naria que yo no podía creer lo que veía. Corrió sin avanzar durante un momento. La manera como al­zaba las piernas me recordaba los ejercicios de calen­tamiento de los corredores.

Me dijo entonces que lo siguiera. Lo hice, tenso e incómodo en extremo. Con la mayor cautela tra­taba de ver dónde ponía los pies, pero era imposible juzgar la distancia. Don Juan regresó y trotó junto a mí. Susurró que yo debía abandonarme al poder de la noche y confiar en el poquito poder personal que tenía, pues de lo contrario nunca podría mover­me con libertad, y que la oscuridad me estorbaba sólo porque yo confiaba en mi vista para todo cuanto hacía, sin saber que otro modo de moverse era per­mitiendo que el poder fuera el guía.

Hice varios intentos sin ningún éxito. Simplemente no podía soltarme. El temor de dañarme las piernas era más fuerte que yo. Don Juan me ordenó seguirme moviendo en el mismo sitio y tratar de sentir que en verdad estaba usando la marcha de poder.

Dijo luego que iba a correr adelante, y que esperara su canto de tecolote. Desapareció en la oscuridad antes que yo pudiera responder. Cerrando a ratos los ojos, troté en el mismo sitio, con las rodillas y el tronco doblados, durante cosa de una hora. Poco a poco mi tensión empezó a disminuir, hasta que me sentí bastante a gusto. Entonces oí la señal de don Juan.

Corrí cinco o seis metros en la dirección de donde vino el sonido, tratando de "abandonarme", como don Juan había sugerido. Pero al tropezar en un ar­busto recobré de inmediato mis sentimientos de in­seguridad.

Don Juan me estaba esperando y corrigió mi pos­tura. Insistió en que primero plegara yo los dedos contra las palmas de las manos, estirando el pulgar y el índice. Luego dijo que, en su opinión, yo nada más me estaba, como siempre, entregando a mis sen­timientos de incapacidad, y que eso era absurdo pues­to que yo sabía de cierto que siempre me era posible ver bastante bien, por más oscura que estuviese la noche, si en vez de enfocar cualquier cosa barría con los ojos el suelo enfrente de mi. La marcha de poder era similar a la búsqueda de un sitio donde reposar. Ambos involucraban un sentido de abandono y un sentido de confianza. La marcha de poder requería que uno pusiera los ojos en el suelo directamente enfrente, porque cualquier vistazo a los lados produ­cía una alteración en el fluir del movimiento. Expli­có que era necesario inclinar el tronco hacia ade­lante para bajar los ojos, y que la razón para levantar las rodillas hasta el pecho era que los pasos debían ser cortos y seguros. Me advirtió que al principio tropezaría mucho, pero aseguro que, con práctica, po­dría yo correr con la misma rapidez y seguridad que a la luz del día.

Durante horas traté de imitar sus movimientos y de producirme el ánimo que recomendaba. Él, con mucha paciencia, trotaba en el mismo sitio enfrente de mí, o echaba una carrera corta y volvía a donde me hallaba, para enseñarme cómo se movía. Inclu­so me empujaba para hacerme correr unos cuantos metros.

Luego se fue y me llamó con una serie de gritos de buho. De alguna manera inexplicable, me moví con un grado inesperado de confianza en mí mismo. Que yo supiera, nada había hecho para despertar ese sentimiento, pero mi cuerpo parecía tener conoci­miento de las cosas sin pensar en ellas. Por ejemplo, no me era posible ver realmente las rocas dentadas en mi camino, pero mi cuerpo siempre se las arre­glaba para pisar los bordes y no las ranuras, con excepción de algunas ocasiones en que perdí el equi­librio por distraerme. El grado de concentración. necesario para ir barriendo el área directamente en­frente tenía que ser total. Como don Juan me había advertido, cualquier leve vistazo a los lados, o dema­siado lejos al frente, alteraba el fluir.

Localicé a don Juan tras una larga búsqueda. Es­taba sentado junto a unas formas oscuras que pare­cían ser árboles. Vino hacia mí y dijo que iba yo muy bien, pero era hora de terminar porque había estado usando su silbido bastante tiempo y de seguro ya para entonces otros podrían imitarlo.

Estuve de acuerdo en que era hora de parar. Mis intentos me tenían al borde del agotamiento. Me sentí aliviado y le pregunté quién imitaría su lla­mado.

-.Poderes, aliados, espíritus, quién sabe -dijo en un susurro.

Explicó que esas "entidades de la noche" solían hacer sonidos muy melodiosos, pero se hallaban en desventaja para reproducir lo rasposo de los gritos humanos o los cantos de aves. Me recomendó dejar de moverme siempre que oyera un sonido de ésos, y tener en mente todo lo que él me decía, porque quizá alguna otra vez necesitara realizar la identificación correspondiente. En tono confortante, dijo que yo ya tenía una muy buena idea de cómo era la marcha de poder, y que para dominarlo no necesitaba sino un ligero empujón, que podíamos dejar para el fu­turo, cuando nos aventurásemos de nuevo en la no­che. Me dio palmaditas en el hombro y anunció que estaba listo para irse.

-Vámonos de aquí -dijo y echó a correr.

-¡Espere! ¡Espere! -grité, frenético-. Vamos ca­minando.

Don Juan se detuvo y se quitó el sombrero.

-¡Caray! -dijo en tono perplejo-. Estamos fre­gados. Ya sabes que no puedo caminar en lo oscuro. Sólo puedo correr. Me rompería las piernas si camino.

Tuve la sensación de que sonreía al decir eso, aun­que no podía verle la cara.

Añadió en tono confidencial que era demasiado viejo para caminar y que lo poquito de la marcha de poder que yo había aprendido esa noche debía estirarse para cumplir con la ocasión.

-Si no usamos la marcha de poder, nos cortarán como hierba -me susurró al oído.

-¿Quiénes?

-Hay cosas en la noche que actúan sobre la gente -susurró en un tono que me produjo escalofríos.

Dijo que no era importante que me mantuviera a la par con él, porque iba a dar señales repetidas -cuatro gritos de buho a la vez- para permitirme seguirlo.

Sugerí que nos quedáramos en esos montes hasta el amanecer y después nos fuéramos. Replicó, en un tono muy dramático, que permanecer allí sería sui­cida; e incluso si salíamos con vida, la noche habría chupado nuestro poder personal hasta el punto en que no podríamos evitar ser víctimas del primer azar del día.

-No perdamos más tiempo -dijo con un timbre de urgencia en la voz-. Vámonos de aquí.

Me aseguró que trataría de ir lo más despacio po­sible. Sus instrucciones finales fueron que no tratara yo de emitir sonido alguno, ni siquiera un jadeo, pasara lo que pasase. Me dio la dirección general que íbamos a seguir y empezó a correr a un paso marca­damente más lento. Lo seguí, pero por más despacio que él avanzara no podía mantenerme a la par, y no tardó en desaparecer en la oscuridad ante mis ojos.

Después de quedarme solo tomé conciencia de que había adoptado un andar bastante rápido sin darme cuenta. Y eso fue un choque para mí. Traté largo rato de mantener ese paso, y entonces oí el llamado de don Juan ligeramente a mi derecha. Silbó cuatro veces en sucesión.

Tras un rato muy corto volví a oír su canto de buho, esta vez totalmente a la derecha. Para seguirlo, tuve que dar una vuelta de cuarenta y cinco grados. Empecé a avanzar en la nueva dirección, esperando que los otros tres silbidos de la serie me permitieran una mejor orientación.

Oí un nuevo llamado, que colocaba a don Juan casi en la dirección de donde veníamos. Me detuve a escuchar. Oí un sonido muy nítido a corta distancia. Algo como dos piedras golpeadas una contra otra. Me esforcé por escuchar y noté una serie de ruidos suaves, como si alguien frotara dos piedras suavemente. Hubo otro canto de buho y entonces supe a qué se había referido don Juan. Había en el sonido algo verda­deramente melodioso. Era definitivamente más largo que el canto de un buho verdadero, e incluso más dulce.

Experimenté una extraña sensación de susto. Mi estómago se contrajo como si algo jalara hacia abajo la parte media de mi cuerpo. Di la vuelta y empecé a semitrotar en la dirección contraria.

Oí un apagado canto de buho en la distancia. Hubo una rápida sucesión de otros tres gritos. Eran de don Juan. Corrí en su dirección. Sentí que debía ya de estar como a medio kilómetro, y si mantenía ese paso no tardaría en dejarme irremediablemente solo en aquellos cerros. Yo no comprendía por qué don Juan se adelantaba, cuando podría haber corrido en torno mío, si necesitaba mantener ese paso.

Advertí entonces que algo parecía moverse conmi­go, a mi izquierda. Casi podía verlo en la periferia extrema de mi campo visual. Estaba a punto de ceder al pánico, pero una idea tranquilizante cruzó mi mente. No era posible que viese nada en la oscuridad. Quise mirar en esa dirección, pero temía perder impulso.

otro grito de buho me sacó bruscamente de mis deliberaciones. Venía de mi izquierda. No lo seguí porque era sin duda el grito más dulce y melodioso que jamás había oído. Sin embargo, no me asustó. Había en él algo muy atrayente, o quizá obsesivo, o incluso triste.

Entonces, una masa oscura muy veloz cruzó de iz­quierda a derecha delante de mí. Lo repentino de su movimiento me hizo mirar adelante, perdí el equili­brio y choqué ruidosamente contra unos arbustos. Caí de costado y entonces oí el sonido melodioso unos pasos a mi izquierda. Me levanté, pero antes de que pudiera avanzar de nuevo hubo otro sonido, más urgente y apremiante que el primero. Era como si algo que había allí quisiera hacer que me detuviese y escuchara. El sonido del canto de buho fue tan prolongado y suave que calmó mis temores. Me habría detenido en verdad, de no haber oído en ese preciso momento los cuatro silbidos rasposos de don Juan. Parecían más cerca. Di un salto y eché a correr en esa dirección.

Tras un momento noté de nuevo cierto parpadeo, o una onda, en la oscuridad a mi izquierda. No era propiamente una percepción visual, sino más bien un sentimiento, y sin embargo me hallaba casi se­guro de estarlo captando con los ojos. Se movía más aprisa que yo, y de nuevo cruzó de izquierda a de­recha, haciéndome perder el equilibrio. Esta vez no caí, y extrañamente el no caer me molestó. De pronto me puse furioso, y la incongruencia de mis sentimien­tos me produjo un verdadero pánico. Traté de acelerar mi paso. Quería lanzar yo mismo un canto de tecolote para que don Juan supiera mi paradero, pero no me atrevía a desobedecer sus instrucciones.

En ese momento, una cosa grotesca se presentó a mi atención. Había en verdad algo como un animal a mi izquierda, casi tocándome. Salté involuntaria­mente y viré a la derecha. El susto casi me sofocó. Me hallaba tan intensamente dominado por el miedo que no había pensamientos en mi mente mientras corría en las tinieblas lo más rápido posible. El miedo parecía ser una sensación física sin nada que ver con mis ideas. Esa condición me resultaba insólita. En él curso de mi vida, mis temores siempre habían tenida como marco una matriz intelectual, y se habían en­gendrado en situaciones sociales ominosas, o en rasgos peligrosos en la conducta de la gente hacia mí. Esta vez, empero, mi miedo era una verdadera novedad. Procedía de una parte desconocida del mundo y me afectaba en una parte desconocida de mi ser.

Oí un canto de buho muy cerca, ligeramente a mi izquierda. No pude captar los detalles de su timbre, pero parecía ser de don Juan. No era melodioso. Amainé mi carrera. Siguió otro canto. Tenía la aspe­reza de los silbidos de don Juan, de modo que apre­suré el paso. Llegó un tercer silbido, desde una dis­tancia muy corta. Pude discernir una masa oscura de rocas, o tal vez árboles. Oí otro grito de buho y pensé que don Juan me estaba esperando porque ya había­mos salido del campo de peligro. Me hallaba casi al filo del área más oscura cuando un quinto silbido me congeló. Pugné por mirar al frente, a la zona os­cura, pero un súbito sonido crujiente a mi izquierda me hizo volverme a tiempo para notar un objeto negro, más negro que el entorno, rodando o deslizándose a mi lado. Boqueando, me aparté de un salto. oí un chasquido, como si alguien chasqueara los labios, y entonces una masa oscura muy grande brotó de golpe del área más oscura. Era rectangular, como una puerta, y tendría dos y medio o tres metros de alto.

Su aparición repentina me hizo gritar. Por un mo­mento mi susto fue enteramente desproporcionado, pero un segundo después me hallaba inmerso en una calma impresionante, mirando la forma oscura.

Mis reacciones fueron, en lo que a mí concernía, otra novedad absoluta. Cierta parte de mí mismo parecía jalarme con extraña insistencia hacia el área oscura, mientras otra parte resistía. Era como si por un lado quisiera cerciorarme, y por otro tuviera ganas de salir corriendo histéricamente.

Apenas oía los silbidos de don Juan. Parecían muy cercanos y frenéticos; eran más largos y más rasposos, como si estuviera lanzándolos al correr hacia mí.

De pronto parecí recobrar el dominio de mí mismo y pude dar media vuelta, y durante un momento corrí exactamente como don Juan había querido que lo hiciera.

-¡Don Juan! -grité al encontrarlo.

Me puso la mano en la boca y me hizo seña de seguirlo, y ambos trotamos a un paso muy cómodo hasta llegar a la saliente de piedra arenisca donde estuvimos antes.

Nos sentamos en la saliente y permanecimos en completo silencio durante cosa de una hora, hasta el amanecer. Luego tomamos comida de los guajes. Don Juan dijo que debíamos permanecer en la saliente hasta mediodía, y que no íbamos a quedarnos dor­midos sino que hablaríamos como si no hubiese nada fuera de lo común.

Me pidió relatar con detalle todo lo ocurrido des­de el momento en que me dejó. Cuando terminé mi relato, permaneció en silencio un buen rato. Parecía inmerso en pensamientos profundos.

-La cosa no está tan buena que digamos -dijo por fin-. Lo que te sucedió anoche fue muy grave, tan grave que ya no puedes aventurarte solo en la noche. De ahora en adelante, las entidades de la no­che no te dejarán en paz.

-¿Qué me sucedió anoche, don Juan?

-Tropezaste con unas entidades que están en el mundo, y que actúan sobre la gente. No sabes nada de ellas porque nunca las has encontrado. Quizá sería más propio llamarlas entidades de las montañas; no pertenecen realmente a la noche. Las llamo entidades de la noche porque en la oscuridad se las puede per­cibir con mayor facilidad. Están aquí, a nuestro alre­dedor, a toda hora. Sólo que de día es más difícil percibirlas, simplemente porque el mundo nos es fa­miliar, y lo que es familiar se sale adelante. En cam­bio, en la oscuridad todo es igualmente extraño y muy pocas cosas se salen adelante, así que de noche somos más susceptibles a esas entidades.

-¿Pero son reales, don Juan?

-¡Seguro! Son tan reales que por lo común matan a la gente, sobre todo a los que se pierden en el mon­te y no tienen poder personal.

-Si usted sabía que son tan peligrosas, ¿por qué me dejó solo allí?

-Sólo hay un modo de aprender: poniendo manos a la obra. No tiene caso estar nomás hablando del poder. Si quieres conocer lo que es el poder, y si quie­res guardarlo, debes emprender todo por tu cuenta.

"El camino del conocimiento y el poder es muy difícil y muy largo. Habrás notado que, hasta ano­che, nunca te he dejado aventurarte solo en la oscu­ridad. No tenías suficiente poder para hacerlo. Ahora tienes suficiente para dar una buena batalla, pero no para quedarte solo en lo oscuro."

-¿Qué pasaría si lo hiciera?

-Morirías. Las entidades de la noche te aplasta­rían como a un bicho.

-¿Quiere eso decir que no puedo pasar la noche solo?

-Puedes pasar la noche solo en tu cama, pero no en el monte.

-¿Y en el llano?

-Te hablo del despoblado, donde no hay gente, y especialmente del despoblado de las montañas altas. Como las moradas naturales de las entidades de la noche son las rocas y las grietas, no puedes ir a las montañas de ahora en adelante, a menos que hayas guardado suficiente poder personal.

-¿Pero cómo puedo guardar poder personal?

-Lo estás haciendo al vivir como te he recomen­dado. Poco a poco estás tapando todos tus puntos de desagüe. No tienes que hacerlo en forma deliberada, porque el poder siempre encuentra un modo. Aquí me tienes a mí, por ejemplo. Yo no sabía que estaba guardando poder cuando empecé por vez primera a aprender las cosas del guerrero. Igual que tú, creí que no estaba haciendo nada en particular, pero no era así. El poder tiene la peculiaridad de que no se nota cuando se lo está guardando.

Le pedí explicar cómo había llegado a la conclu­sión de que era peligroso para mí quedarme solo en la oscuridad.

-Las entidades de la noche iban moviéndose a tu izquierda -dijo-. Trataban de aunarse con tu muer­te. Sobre todo la puerta que viste. Era una entrada, sabes, y te habría jalado hasta obligarte a cruzarla. Y ése habría sido tu fin.

Mencioné, lo mejor que pude, que me parecía muy extraño que siempre me pasaran cosas cuando él es­taba cerca, y que era como si él mismo hubiera estado urdiendo todos los sucesos. Las veces que yo había estado solo en el monte, de noche, todo había sido perfectamente normal y tranquilo. Jamás experimenté sombras ni ruidos extraños. De hecho, jamás me asustó nada.

Don Juan chasqueó la lengua suavemente y dijo que todo era prueba de que él tenía suficiente poder personal para llamar en su ayuda una miríada de cosas.

Tuve el sentimiento de que acaso insinuaba haber llamado realmente a algunas personas como confe­derados. Don Juan pareció leer mis pensamientos y rió fuerte.

-No te fatigues con explicaciones -dijo-. Lo que dije no tiene sentido para ti, simplemente porque to­davía no tienes bastante poder personal. Pero tienes más que al principio, así que han comenzado a pa­sarte cosas. Ya tuviste un poderoso encuentro con la niebla y el rayo. No es importante que comprendas lo que te pasó aquella noche. Lo importante es que hayas adquirido esa memoria. El puente y todo lo demás que viste aquella noche se repetirán algún día, cuando tengas bastante poder personal.

-¿Con qué objeto se repetiría todo eso, don Juan?

-No sé. Yo no soy tú. Sólo tú puedes responder. Todos somos distintos. Por eso tuve que dejarte solo anoche, aunque sabía que era mortalmente peligroso; tenías que tener un duelo con esas entidades. El mo­tivo por el que elegí el canto del tecolote fue porque los tecolotes son mensajeros de las entidades. Imitar el canto del tecolote las hace salir. Se volvieron peli­grosas para ti no porque sean malas de naturaleza, sino porque no fuiste impecable. Hay en ti algo muy torcido y yo sé lo que es. Nada más me estás llevando la corriente. Toda tu vida le has llevado la corriente a todo el mundo y eso, claro, te coloca automática­mente por encima de todos y de todo. Pero tú mismo sabes que eso no puede ser. Eres sólo un hombre, y tu vida es demasiado breve para abarcar todas las ma­ravillas y todos los horrores de este mundo prodigio­so. Por eso, tu manera de darle cuerda a la gente es una cosa asquerosa que te hace quedar muy mal.

Quise protestar. Don Juan había dado en el clavo, como docenas de veces anteriormente. Por un instante me enojé. Pero, como había sucedido antes, el escri­bir me dio el suficiente despego para permanecer impasible.

-Creo que tengo la cura -prosiguió don Juan tras un largo intervalo-. Hasta tú estarías de acuerdo conmigo si recordaras lo que hiciste anoche. Corriste tan rápido como cualquier brujo sólo cuando tu ad­versario se puso insoportable. Los dos sabemos eso y creo que ya te encontré un digno adversario.

-¿Qué va usted a hacer, don Juan?

No respondió. Se puso en pie y estiró el cuerpo. Pareció contraer cada músculo. Me ordenó hacer lo mismo.

-Debes estirar tu cuerpo muchas veces durante el día -dijo-. Mientras más veces mejor, pero nada más después de un largo periodo de trabajo o un largo periodo de descanso.

-¿Qué clase de adversario me va usted a poner: -pregunté.

-Por desgracia, sólo nuestros semejantes son nues­tros dignos adversarios -dijo-. Otras entidades no tienen voluntad propia y hay que salirles al encuentro y sonsacarlas. Nuestros semejantes, en cambio, son implacables.

"Ya hemos hablado bastante- dijo don Juan en tono abrupto, y se volvió hacia mí-. Antes de irte debes hacer una última cosa, la más importante de todas. Ahora mismo voy a decirte algo para que sepas por qué estás aquí y te tranquilices. La razón de que sigas viniendo a verme es muy sencilla; todas las ve­ces que me has visto, tu cuerpo ha aprendido ciertas cosas, aun sin tú quererlo. Y finalmente ahora tu cuer­po necesita regresar conmigo para aprender más. Di­gamos que tu cuerpo sabe que va a morir, aunque tú jamás piensas en eso. Así pues, he estado dicién­dole a tu cuerpo que yo también voy a morir y que antes de eso me gustaría enseñarle ciertas cosas, cosas que tú mismo no puedes darle. Por ejemplo, tu cuer­po necesita sustos. Le gustan. Tu cuerpo necesita la oscuridad y el viento. Tu cuerpo conoce ya la marcha de poder y arde en deseos de probarlo. Tu cuerpo necesita poder personal y arde en deseos de tenerlo.

Digamos, pues, que tu cuerpo regresa a verme porque soy amigo suyo."

Don Juan quedó en silencio largo rato. Parecía for­cejear con sus pensamientos.

-Ya te he dicho que el secreto de un cuerpo fuerte no consiste en lo que haces sino en lo que no haces -dijo por fin-. Ahora es tiempo de que no hagas lo que siempre haces. Siéntate aquí hasta que nos vayamos y no hagas.

-No le entiendo, don Juan.

Puso las manos sobre mis notas y me las quitó. Cerró cuidadosamente las páginas de mi libreta, la aseguró con su liga y luego la arrojó como un disco a lo lejos, al chaparral.

Sobresaltado, empecé a protestar, pero él me tapó la boca con la mano. Señaló un arbusto grande y me dijo que fijara mi atención, no en las hojas, sino en las sombras de las hojas. Dijo que el correr en la oscuridad, en vez de nacer del miedo, podía ser la reacción muy natural de un cuerpo jubiloso que sa­bía cómo "no hacer". Repitió una y otra vez, susurran­do en mi oído derecho, que "no hacer lo que yo sabía hacer" era la clave del poder. En el caso de mirar un árbol, lo que yo sabía hacer era enfocar inmediatamente el follaje. Nunca me preocupaban las sombras de las hojas ni los espacios entre las ho­jas. Sus recomendaciones finales fueron que empezara a enfocar las sombras de las hojas de una sola rama para luego, sin prisas, recorrer todo el árbol, y que no dejara a mis ojos volver a las hojas, porque el primer paso deliberado para juntar poder personal era permitir al cuerpo "no-hacer".

Acaso fue por mi fatiga o por mi excitación nerviosa, pero me abstraje a tal grado en las sombras de las hojas que para cuando don Juan se puso en pie yo ya casi podía agrupar las masas oscuras de sombra tan efectivamente como por lo común agrupaba el follaje. El efecto total era sorprendente. Dije a don Juan que me gustaría quedarme otro rato. Él rió y me dio palmadas en la cabeza.

-Te lo dije -repuso-. Al cuerpo le gustan estas cosas.

Luego me dijo que dejara a mi poder almacenado guiarme a través de los arbustos hasta mi libreta. Me empujó suavemente al chaparral. Caminé al azar un momento y entonces la encontré. Pensé que debía haber memorizado inconscientemente la dirección en que don Juan la arrojó. Él explicó el evento dicien­do que fui directamente a la libreta porque mi cuer­po se había empapado durante horas en "no-hacer".

 

XV. NO-HACER

 

Miércoles, abril 11, 1962

 

AL volver a su casa, don Juan me recomendó traba­jar en mis notas como si nada me hubiera pasado, y no mencionar ninguno de los eventos que experimen­té, ni preocuparme por ellos.

Tras un día de descanso anunció que debíamos de­jar la región durante unos días, porque era aconse­jable poner tierra de por medio entre nosotros y aquellas "entidades". Dijo que me habían afectado profundamente, aunque todavía yo no notara su efecto porque mi cuerpo no era lo bastante sensible. Sin embargo, en muy poco tiempo me enfermaría de gravedad a menos que regresara al "sitio de mi pre­dilección" a limpiarme y a restaurarme.

Salimos antes del amanecer, rumbo al norte, y tras un agotador recorrido en coche y una rápida camina­ta, llegamos al atardecer a la cima del cerro.

Como ya lo había hecho antes, don Juan cubrió con ramas y hojas el sitio donde yo había una vez dormido. Luego me dio un puñado de hojas para que las pusiera contra la piel de mi abdomen y me dijo que me acostara a descansar. Dispuso otro sitio para sí mismo, ligeramente a mi derecha, como a me­tro y medio de mi cabeza, y se acostó también.

En cuestión de minutos empecé a sentir un calor exquisito y un supremo bienestar. Era una sensación de comodidad física, de hallarme suspendido en el aire. Estuve totalmente de acuerdo con la asevera­ción de don Juan de que la "cama de cuerdas" me tendría a flote. Comenté la increíble cualidad de mi experiencia sensorial. Don Juan dijo en tono obje­tivo que la "cama" estaba hecha para ese propósito.

-¡No puedo creer que esto sea posible! -exclamé.

Don Juan tomó literalmente mi frase y me regañó. Dijo estar cansado de que yo actuara como un ser de importancia suprema, a quien una y otra vez había que dar pruebas de que el mundo es desconocido y prodigioso.

Traté de explicar que una exclamación retórica no tenía ningún significado. Él repuso que, de ser así, yo podría haber escogido otra frase. Al parecer esta­ba seriamente molestó conmigo. Me senté a medias y empecé a disculparme, pero él río e, imitando mi manera de hablar, sugirió una serie de hilarantes ex­clamaciones retóricas que yo podría haber empleado. Terminé riendo del absurdo calculado de algunas de las alternativas propuestas.

Él soltó una risita y en tono suave me recordó que me abandonara a la sensación de flotar.

El confortante sentimiento de paz y plenitud que yo experimentaba en ese misterioso sitio despertó en mí emociones hondamente sepultadas. Me puse a hablar de mi vida. Confesé que nunca había tenido respetó ni simpatía por nadie, ni siquiera por mí mismo, y que siempre había sentido ser inherente­mente malo, de allí que mi actitud hacia los demás siempre se hallara velada por cierta bravata y au­dacia.

-Cierto -dijo don Juan-. No te quieres nadita. Con una risa cascada, me dijo que había estado "viendo" mientras yo hablaba. Su recomendación era que no tuviese yo remordimiento por nada de lo que había hecho, porque aislar los propios actos llamándolos mezquinos, feos o malos era darse una im­portancia injustificada.

Me moví con nerviosismo y el lecho de hojas pro­dujo un ruido crujiente. Don Juan dijo que, si de­seaba reposar, no debía agitar a mis hojas, y que debía imitarlo y quedarme tirado sin hacer un solo movimiento. Añadió que en su "ver" había tropeza­do con uno de mis estados de ánimo. Pugnó un mo­mento, al parecer por hallar una palabra adecuada, y dijo que el ánimo en cuestión era una actitud mental en la que yo caía continuamente. La describió como una especie de escotilla que en momentos inespera­dos se abría y me tragaba.

Le pedí ser más específico. Respondió que era im­posible ser específico con respecto al "ver".

Antes de que yo pudiera decir algo más, me indicó relajarme, pero sin dormir, y conservarme en estado de alerta el mayor tiempo que pudiera. Dijo que la "cama de cuerdas" se hacía exclusivamente para per­mitir que un guerrero llegase a cierto estado de paz y bienestar.

En tono dramático, don Juan aseveró que el bienes­tar era una condición que de







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