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I. LAS REAFIRMACIONES DEL MUNDO QUE NOS RODEA



Carlos Castaneda

ÍNDICE

 

INTRODUCCIÓN............................................................................................................ 2

 

PRIMERA PARTE: "PARAR EL MUNDO"

 

I. LAS REAFIRMACIONES DEL MUNDO QUE NOS RODEA............................................ 5

II. BORRAR LA HISTORIA PERSONAL............................................................................ 8

III. PERDER LA IMPORTANCIA..................................................................................... 11

IV. LA MUERTE COMO UNA CONSEJERA................................................................... 14

V. HACERSE RESPONSABLE..................................................................................... 18

VI. VOLVERSE CAZADOR........................................................................................... 22

VII. SER INACCESIBLE................................................................................................ 26

VIII. ROMPER LAS RUTINAS DE LA VIDA.................................................................... 30

IX. LA ÚLTIMA BATALLA SOBRE LA TIERRA................................................................ 33

X. HACERSE ACCESIBLE AL PODER.......................................................................... 37

XI. EL ÁNIMO DE UN GUERRERO............................................................................... 43

XII. UNA BATALLA DE PODER.................................................................................... 49

XIII. LA ÚLTIMA PARADA DE UN GUERRERO.............................................................. 55

XIV. LA MARCHA DE PODER...................................................................................... 61

XV. NO-HACER........................................................................................................... 70

XVI. EL ANILLO DE PODER......................................................................................... 77

XVII. UN ADVERSARIO QUE VALE LA PENA............................................................... 82

 

SEGUNDA PARTE: EL VIAJE A IXTLÁN

 

XVIII. EL ANILLO DE PODER DEL BRUJO.................................................................... 88

XIX. PARAR EL MUNDO.............................................................................................. 93

XX. EL VIAJE A IXTLÁN............................................................................................... 96


INTRODUCCIÓN

 

El sábado 22 de mayo de 1971 fui a Sonora, México, para ver a don Juan Matus, un brujo yaqui con quien tenía contacto desde 1961. Pensé que mi visita de ese día no iba a ser en nada distinta de las veintenas de veces que había ido a verlo en los diez años que llevaba como aprendiz suyo. Sin embargo, los hechos que tuvieron lugar ese día y el siguiente fueron decisivos para mí. En dicha ocasión mi aprendizaje llegó a su etapa final.

Ya he presentado el caso de mi aprendizaje en dos obras anteriores: Las enseñanzas de don Juan y Una realidad aparte.

Mi suposición básica en ambos libros ha sido que los puntos de coyuntura en aprender brujería eran los estados de realidad no ordinaria producidos por la ingestión de plantas psicotrópicas.

En este aspecto, don Juan era experto en el uso de tres plantas: Datura inoxia, comúnmente conocida como toloache; Lophophora williamsii, conocida como peyote, y un hongo alucinógeno del género Psilocybe.

Mi percepción del mundo a través de los efectos de estos psicotrópicos había sido tan extraña e impresionante que me vi forzado a asumir que tales estados eran la única vía para comunicar y aprender lo que don Juan trataba de enseñarme.

Tal suposición era errónea.

Con el propósito de evitar cualquier mala interpretación relativa a mi trabajo con don Juan, me gustaría clarificar en este punto los aspectos siguientes.

Hasta ahora, no he hecho el menor intento de colocar a don Juan en un determinado medio cultural. El hecho de que él se considere indio yaqui no significa que su conocimiento de la brujería se conozca o se practique entre los yaquis en general.

Todas las conversaciones que don Juan y yo tuvimos a lo largo del aprendizaje fueron en español, y sólo gracias a su dominio completo de dicho idioma pude obtener explicaciones complejas de su sistema de creencias.

He observado la práctica de llamar brujería a ese sistema, y también la de referirme a don Juan como brujo, porque éstas son las categorías empleadas por él mismo.

Como pude escribir la mayoría de lo que se dijo al principiar el aprendizaje, y todo lo que se dijo en fases posteriores, reuní voluminosas notas de campo. Para hacerlas legibles, conservando a la vez la unidad dramática de las enseñanzas de don Juan, he tenido que reducirlas, pero lo que he eliminado es, creo, marginal a los puntos que deseo plantear.

En el caso de mi trabajo con don Juan, he limitado mis esfuerzos exclusivamente a verlo como brujo y a adquirir membrecía en su conocimiento.

Con el fin de presentar mi argumento, debo antes explicar la premisa básica de la brujería según don Juan me la presentó. Dijo que, para un brujo, el mundo de la vida cotidiana no es real ni está allí, como nosotros creemos. Para un brujo, la realidad, o el mundo que todos conocemos, es solamente una descripción.

Para validar esta premisa, don Juan hizo todo lo posible por llevarme a una convicción genuina de que, lo que mi mente consideraba el mundo inmediato era sólo una descripción del mundo: una descripción que se me había inculcado desde el momento en que nací.

Me señaló que todo el que entra en contacto con un niño es un maestro que le describe incesantemente el mundo, hasta el momento en que el niño es capaz de percibir el mundo según se lo describen. De acuerdo con don Juan, no guardamos recuerdo de aquel momento portentoso, simplemente porque ninguno de nosotros podía haber tenido ningún punto de referencia para compararlo con cualquier otra cosa. Sin embargo, desde ese momento el niño es un miembro.Conoce la descripción del mundo, y su membrecía supongo, se hace definitiva cuando él mismo es capaz de llevar a cabo todas las interpretaciones perceptuales adecuadas, que validan dicha descripción ajustándose a ella.

Para don Juan, pues, la realidad de nuestra vida diaria consiste en un fluir interminable de interpretaciones perceptuales que nosotros, como individuos que comparten una membrecía específica, hemos aprendido a realizar en común.

La idea de que las interpretaciones perceptuales que configuran el mundo tienen un fluir es congruente con el hecho de que corren sin interrupción y rara vez, o nunca, se ponen en tela de juicio. De hecho, la realidad del mundo que conocemos se da a tal grado por sentada que la premisa básica de la brujería, la de que nuestra realidad es apenas una de muchas descripciones, difícilmente podría tomarse como una proposición seria.

Afortunadamente, en el caso de mi aprendizaje, a don Juan no le preocupaba en absoluto el que yo pudiese, o no, tomar en serio su proposición, y pro­cedió a dilucidar sus planteamientos pese a mi opo­sición, mi incredulidad y mi incapacidad de com­prender lo que decía. Así, como maestro de brujería, don Juan trató de describirme el mundo desde la primera vez que hablamos. Mi dificultad para asir sus conceptos y sus métodos derivaba del hecho de que las unidades de su descripción eran ajenas e incompatibles con las de la mía propia.

Su argumento era que me estaba enseñando a "ver", cosa distinta de solamente "mirar", y que "parar el mundo" era el primer paso para "ver".

Durante años, la idea de "parar el mundo" fue para mí una metáfora críptica que en realidad nada significaba. Sólo durante una conversación informal, ocurrida hacia el final de mi aprendizaje, llegué a advertir por entero su amplitud e importancia como una de las proposiciones principales en el conoci­miento de don Juan.

Él y yo habíamos estado hablando de, diversas cosas en forma reposada, sin estructura. Le conté el dilema de un amigo mío con su hijo de nueve años. El niño, que había estado viviendo con la madre durante los cuatro años anteriores, vivía entonces con mi amigo, y el problema era qué hacer con él. Según mi amigo, el niño era un inadaptado en la escuela, sin concentra­ción y no se interesaba en nada. Era dado a berrin­ches, a conducta destructiva y a escaparse de la casa.

-Menudo problema se carga tu amigo -dijo don Juan, riendo.

Quise seguirle contando todas las cosas "terribles" que el niño hacia, pero me interrumpió.

-No hay necesidad de decir más sobre ese pobre niñito -dijo-. No hay necesidad de que tú o yo pensemos de sus acciones de un modo o del otro.

Su actitud fue abrupta y su tono firme, pero luego sonrió.

-¿Qué puede hacer mi amigo? -pregunté.

-Lo peor que puede hacer es forzar al niño a estar de acuerdo con él -dijo don Juan.

-¿Qué quiere usted decir?

-Quiero decir que el padre no debe pegarle ni asustarlo cuando no se porta como él quiere.

-¿Cómo va a enseñarle algo si no es firme con él?

-Tu amigo debería dejar que otra gente le pe­gara al niño.

-¡No puede dejar que una persona ajena toque a su niño! -dije, sorprendido de la sugerencia.

Don Juan pareció disfrutar mi reacción y soltó una risita.

-Tu amigo no es guerrero -dijo-. Si lo fuera, sabría que no puede hacerse nada peor que enfrentar sin más ni más a los seres humanos.

-¿Qué hace un guerrero, don Juan?

-Un guerrero procede con estrategia.

-Sigo sin entender qué quiere usted decir.

-Quiero decir que si tu amigo fuera guerrero ayu­daría a su niño a parar el mundo.

-¿Cómo puede hacerlo?

-Necesitaría poder personal. Necesitaría ser brujo.

-Pero no lo es.

-En tal caso debe usar medios comunes y corrien­tes para ayudar a su hijo a cambiar su idea del mun­do. No es parar el mundo, pero de todos modos da resultado.

Le pedí explicar sus aseveraciones.

-Yo, en el lugar de tu amigo -dijo don Juan-, empezaría por pagarle a alguien para que le diera sus nalgadas al muchacho. Iría a los arrabales y me arre­glaría con el hombre más feo que pudiera hallar.

-¿Para asustar a un niñito?

-No nada más para asustar a un niñito, idiota. Hay que parar a ese escuincle, y los golpes que le dé su padre no servirán de nada.

"Si queremos parar a nuestros semejantes, siempre hay que estar fuera del círculo que los oprime. En esa forma se puede dirigir la presión."

La idea era absurda, pero de algún modo me atraía.

Don Juan descansaba la barbilla en la palma de la mano izquierda. Tenía el brazo izquierdo contra el pecho, apoyado en un cajón de madera que servía como una mesa baja. Sus ojos estaban cerrados, pero se movían. Sentí que me miraba a través de los pár­pados. La idea me espantó.

-Dígame qué más debería hacer mi amigo con su niño -dije.

-Dile que vaya a los arrabales y escoja con mucho cuidado al tipo más feo que pueda -prosiguió él-. Dile que consiga uno joven. Uno al que todavía le quede algo de fuerza.

Don Juan delineó entonces una extraña estrategia. Yo debía instruir a mi amigo para que hiciera que el hombre lo siguiese o lo esperara en un sitio a donde fuera a ir con su hijo. El hombre, en respuesta a una seña convenida, dada después de cualquier comportamiento objetable por parte del pequeño, de­bía saltar de algún escondite, agarrar al niño y darle una soberana tunda.

-Después de que el hombre lo asuste, tu amigo debe ayudar al niño a recobrar la confianza, en cual­quier forma que pueda. Si sigue este procedimiento tres o cuatro veces, te aseguro que el niño cambiará su sentir con respecto a todo. Cambiará su idea del mundo.

-¿Y si el susto le hace daño?

-El susto nunca daña a nadie. Lo que daña el espíritu es tener siempre encima alguien que te pe­gue y te diga qué hacer y qué no hacer.

"Cuando el niño esté más contenido, debes decir a tu amigo que haga una última cosa por él. Debe hallar el modo de dar con un niño muerto, quizá en un hospital o en el consultorio de un doctor. Debe llevar allí a su hijo y enseñarle el niño muerto. Debe ha­cerlo tocar el cadáver una vez, con la mano izquierda, en cualquier lugar menos en la barriga. Cuando el niño haga eso, quedará renovado. El mundo nunca será ya el mismo para él."

Me di cuenta entonces de que, a través de los años de nuestra relación, don Juan había estado usando conmigo, aunque en una escala diferente, la misma táctica que sugería para el hijo de mi amigo. Le pre­gunté al respecto. Dijo que todo el tiempo había estado tratando de enseñarme a "parar el mundo".

-Todavía no lo paras -dijo, sonriendo-. Parece que nada da resultado, porque eres muy terco. Pero si fueras menos terco, probablemente ya habrías parado el mundo con cualquiera de las técnicas que te he enseñado.

-¿Qué técnicas, don Juan?

-Todo lo que te he dicho era una técnica para parar el mundo.

Pocos meses después de aquella conversación, don Juan logró lo que se había propuesto: enseñarme a "parar el mundo".

Ese monumental hecho de mi vida me obligó a re­examinar en detalle mi trabajo de diez años. Se me hizo evidente que mi suposición original con respecto al papel de las plantas psicotrópicas era erróneo. Tales plantas no eran la faceta esencial en la descripción del mundo usada por el brujo, sino únicamente una ayuda para aglutinar, por así decirlo, partes de la descripción que yo había sido incapaz de percibir de otra manera. Mi insistencia en adherirme a mi ver­sión normal de la realidad me hacía casi sordo y ciego a los objetivos de don Juan. Por tanto, fue sólo mi carencia de sensibilidad lo que propició el uso de los alucinógenos.

Al revisar la totalidad de mis notas de campo, ad­vertí que don Juan me había dado la parte principal de la nueva descripción al principio mismo de nues­tras relaciones, en lo que llamaba "técnicas de parar el mundo". En mis obras anteriores, descarté esas partes de mis notas porque no se referían al uso de plantas psicotrópicas. Ahora las he reinstaurado en el panorama total de las enseñanzas de don Juan, y abarcan los primeros diecisiete capítulos de esta obra. Los últimos tres capítulos son las notas de campo relativas a los eventos que culminaron cuando logré "parar el mundo".

Resumiendo, puedo decir que, cuando inicié el aprendizaje, había otra realidad, es decir, había una descripción del mundo, correspondiente a la brujería, que yo no conocía.

Don Juan, como brujo y maestro, me enseñó esa descripción. El aprendizaje que atravesé a lo largo de diez años consistía, por tanto, en instaurar esa realidad desconocida por medio del desarrollo de su descripción, añadiendo partes cada vez más complejas conforme yo progresaba.

La conclusión del aprendizaje significó que yo había aprendido, en forma convincente y auténtica, una nueva descripción del mundo, y así había obtenido la capacidad de deducir una nueva percepción de las cosas que encajaba con su nueva descripción. En otras palabras, había obtenido membrecía.

Don Juan declaraba que para llegar a "ver" primero era necesario "parar el mundo". La frase "parar el mundo" era en realidad una buena expresión de ciertos estados de conciencia en los cuales la realidad de la vida cotidiana se altera porque el fluir de la interpretación, que por lo común corre ininterrumpido, ha sido detenido por un conjunto de circunstancias ajenas a dicho fluir. En mi caso, el conjunto de circunstancias ajeno a mi fluir normal de interpretaciones fue la descripción que la brujería hace del mundo. El requisito previo que don Juan ponía para "parar el mundo" era que uno debía estar convencido; en otras palabras, había que aprender la nueva descripción en un sentido total, con el propósito de enfrentarla con la vieja y en tal forma romper la certeza dogmática, compartida por todos nosotros, de que la validez de nuestras percepciones, o nuestra realidad del mundo, se encuentra más allá de toda duda.

Después de "parar el mundo", el siguiente paso fue "ver". Con eso, don Juan se refería a lo que me gustaría categorizar como "responder a los estímulos perceptuales de un mundo fuera de la descripción que hemos aprendido a llamar realidad".

Mi argumento es que todos estos pasos sólo pueden comprenderse en términos de la descripción a la cual pertenecen; y como es una descripción que don Juan luchó por darme desde el principio, debo dejar que sus enseñanzas sean la única fuente de acceso a ella. Así pues, he dejado que las palabras de don Juan hablen por sí mismas.

 

PRIMERA PARTE: "PARAR EL MUNDO"

 

I. LAS REAFIRMACIONES DEL MUNDO QUE NOS RODEA

 

-ENTIENDO que usted conoce mucho de plantas, se­ñor -dije al anciano indígena frente a mí.

Un amigo mío acababa de ponernos en contacto para luego salir de la habitación, y nos habíamos presentado el uno al otro. El viejo me había dicho que se llamaba Juan Matus.

-¿Te dijo eso tu amigo? -preguntó casualmente.

-Sí, en efecto.

-Corto plantas, o mejor dicho ellas me dejan que las corte -dijo con suavidad.

Estábamos en la sala de espera de una terminal de autobuses en Arizona. Le pregunté con mucha for­malidad:

-¿Me permitiría el caballero hacerle algunas pre­guntas?

Me miró inquisitivamente.

-Soy un caballero sin caballo -dijo con una gran sonrisa, y luego añadió-: Ya te dije que mi nombre es Juan Matus.

Me gustó su sonrisa. Pensé que, obviamente, era un hombre capaz de apreciar la franqueza, y decidí lan­zarle con audacia una petición.

Le dije que me interesaba reunir y estudiar plan­tas medicinales. Dije que mi interés especial eran los usos del cacto alucinógeno llamado peyote, que yo había estudiado con detalle en la Universidad en Los Ángeles.

Mi presentación me pareció muy seria. La hice con gran sobriedad y me sonó perfectamente verosímil.

El anciano meneó despacio la cabeza y yo, animado por su silencio, añadí que sin duda ambos sacaría­mos provecho de juntarnos a hablar del peyote.

En ese momento alzó la cabeza y me miró de lleno a los ojos. Fue una mirada formidable. Pero no era amenazante ni aterradora en modo alguno. Fue una mirada que me atravesó. Inmediatamente se me trabó la lengua y no pude proseguir mis peroratas. Ése fue el final de nuestro encuentro. Pero al irse dejó un rastro de esperanza. Dijo que tal vez pudiera yo visi­tarlo algún día en su casa.

Resulta difícil valorar el efecto de la mirada de don Juan si mi inventario de experiencias personales no se relaciona de alguna manera con la peculiaridad de aquel evento. Cuando empecé a estudiar antropo­logía era ya un experto en "hallar el modo". Años antes había dejado mi hogar y eso significaba, según mi evaluación, que era capaz de cuidarme solo. Cada vez que sufría un desaire podía, por lo general, ga­narme a la gente con halagos, hacer concesiones, ar­gumentar, enojarme, o si nada resultaba me ponía chillón y quejumbroso; en otras palabras, siempre había algo que yo me sabía capaz de hacer bajo las circunstancias dadas, y jamás en mi vida había halla­do un ser humano que detuviera mi impulso tan veloz y definitivamente como don Juan aquella tarde. Pero no era sólo cuestión de quedarme sin palabras; en otras ocasiones me había sido imposible decir nada a mi oponente a causa de algún respeto inherente que yo le tenía, pero mi ira o frustración se manifes­taban en mis pensamientos. La mirada de don Juan, en cambio, me atontó hasta el punto de impedirme pensar con coherencia.

Aquella mirada estupenda me llenó de curiosidad, y decidí buscarlo.

Me preparé durante seis meses, tras ese primer en­cuentro, leyendo sobre los usos del peyote entre los indios americanos, y especialmente sobre el culto del peyote entre los indios de la planicie. Me familiaricé con todas las obras a mi disposición y cuando me sentí preparado regresé a Arizona.

 

Sábado, diciembre 17, 1960

 

Hallé su casa tras largas y cansadas inquisiciones entre los indios locales. Empezaba la tarde cuando llegué y me estacioné enfrente. Lo vi sentado en un cajón de leche. Pareció reconocerme y me saludó cuando bajé del coche.

Intercambiamos cortesías sociales durante un rato y luego, en términos llanos, confesé haber sido muy engañoso con él la primera vez que nos vimos. Había alardeado de mis grandes conocimientos sobre el pe­yote, cuando en realidad no sabía nada al respecto. Se me quedó mirando. Sus ojos eran muy amables.

Le dije que durante seis meses había estado leyendo con el fin de prepararme para nuestro encuentro, y que ahora sí sabía mucho más.

Rió. Obviamente, había algo en mis palabras que le parecía chistoso. Se reía de mí, y yo me sentí algo confuso y ofendido.

Pareció notar mi desazón y me aseguró que, pese a mis buenas intenciones, no había en realidad ningún modo de prepararme para nuestro encuentro.

Me pregunté si sería conveniente preguntarle si esa frase tenía algún sentido oculto, pero no lo hice; sin embargo, él parecía estar a tono con mi sentir y procedió a explicar a qué se refería. Dijo que mis esfuerzos le recordaban un cuento sobre cierta gente que, en otro tiempo, un rey había perseguido y ma­tado. Dijo que en el cuento los perseguidos sólo se distinguían de los perseguidores en que los primeros insistían en pronunciar ciertas palabras de un modo peculiar, propio solamente de ellos; esa falla, por supuesto, los delataba. El rey cerró los caminos en puntos críticos, donde un oficial pedía a todos los que pasaban pronunciar una palabra clave. Quienes la pronunciaban igual que el rey conservaban la vida, pero quienes no podían eran muertos en el acto. El meollo del cuento es que cierto día un joven decidió prepararse para pasar la barrera aprendiendo a pro­nunciar la palabra de prueba en la forma en que al rey le gustaba.

Don Juan dijo, con ancha sonrisa, que de hecho el joven tardó "seis meses" en aprenderse la pro­nunciación. Y luego vino el día de la gran prueba; el joven, con mucha confianza, se acercó a la barrera y esperó que el oficial le pidiese pronunciar la pa­labra.

En ese punto, don Juan interrumpió muy dramá­ticamente su relato y me miró. Su pausa era muy estudiada y me pareció algo cursi, pero seguí el juego. Yo había oído antes la trama del cuento. Tenía que ver con los judíos en Alemania y con la forma en que podía saberse quién era judío por la pronuncia­ción de ciertas palabras. También conocía el remate del chiste: el joven era atrapado porque el oficial olvidaba la palabra clave y le pedía pronunciar otra, muy similar, pero que el joven no había aprendido a decir correctamente.

Don Juan parecía esperar que yo preguntara qué había sucedido, de modo que lo hice.

-¿Qué le pasó? -pregunté, tratando de sonar in­genuo e interesado en la historia.

-El joven, que era todo un zorro -dijo él-, se dio cuenta de que el oficial había olvidado la palabra clave, y antes de que le pidieran decir cualquier otra, confesó que se había preparado durante seis meses.

Hizo otra pausa y me miró con un brillo malicioso en los ojos. Esta vez me había cambiado la partida. La confesión del joven era un nuevo elemento, y yo ya no sabía cómo acabaría el relato.

-Bueno, ¿qué pasó entonces? -pregunté con ver­dadero interés.

-Lo mataron en el acto, por supuesto -dijo él y estalló en una risotada.

Me gustó mucho la forma en que había atrapado mi interés; sobre todo, me agradó cómo había ligado el cuento con mi propio caso. De hecho, parecía ha­berlo construido a mi medida. Se burlaba de mí con mucho arte y sutileza. Reí junto con él.

Después le dije que, por más estupideces que yo dijera, me interesaba realmente aprender algo sobre las plantas.

-A mí me gusta caminar mucho -dijo.

Pensé que cambiaba deliberadamente el tema de la conversación para evitar responderme. No quise antagonizarlo con mi insistencia.

Me preguntó si me gustaría acompañarlo a una corta caminata por el desierto. Le dije con entusiasmo que me encantaría caminar en el desierto.

-Esto no es un paseo de campo -dijo en tono de advertencia.

Contesté que tenía deseos muy serios de trabajar con él. Dije que necesitaba información, cualquier tipo de información, sobre los usos de las hierbas medicinales, y que estaba dispuesto a pagarle su tiempo y su esfuerzo.

-Estaría usted trabajando para mí -dije-. Y le pagaré un sueldo.

-¿Qué tanto me pagarías? -preguntó.

Detecté en su voz un matiz de codicia.

-Lo que a usted le parezca apropiado -dije.

-Págame mi tiempo... con tu tiempo -dijo él.

Pensé que era un tipo de lo más peculiar. Declaré no entender a qué se refería. Repuso que no había nada qué decir acerca de las plantas, de modo que no podía ni pensar en aceptar mi dinero.

Me miró penetrantemente.

-¿Qué haces en tu bolsillo? -preguntó, frunciendo el entrecejo-. ¿Estás jugando con tu pito?

Se refería a que yo tomaba notas en un cuaderno diminuto, dentro de los enormes bolsillos de mi rompevientos.

Cuando le dije lo que hacía, rió de buena gana.

Expliqué que no deseaba molestarlo escribiendo frente a él.

-Si quieres escribir, escribe -dijo-. No me molestas.

Caminamos por el desierto en torno hasta que casi era de noche. No me mostró ninguna planta ni habló de ellas para nada. Nos detuvimos un momento a descansar junto a unos arbustos grandes.

-Las plantas son cosas muy peculiares -dijo sin mirarme-. Están vivas y sienten.

En el momento mismo en que hizo tal afirmación, una fuerte racha de viento sacudió el chaparral de­sértico en nuestro derredor. Los arbustos produjeron un ruido crujiente.

-¿Oyes? -me preguntó, poniéndose la mano iz­quierda junto a la oreja como para escuchar mejor-. Las hojas y el viento están de acuerdo conmigo.

Reí. El amigo que nos puso en contacto ya me había advertido que tuviera cuidado porque el viejo era muy excéntrico. Pensé que el "acuerdo con las hojas" era una de sus excentricidades.

Caminamos un rato más, pero siguió sin mostrarme plantas, y tampoco cortó ninguna. Simplemente ca­minaba con vivacidad entre los arbustos, tocándolos suavemente. Luego se detuvo para sentarse en una roca y me dijo que descansara y mirase alrededor.

Insistí en hablar. Una vez más le hice saber que tenía muchos deseos de aprender cosas de las plantas, especialmente del peyote. Le supliqué que se convir­tiera en informante mío a cambio de alguna recom­pensa monetaria.

-No tienes que pagarme -dijo-. Puedes pregun­tarme lo que quieras. Te diré lo que sé y luego te diré qué se puede hacer con eso.

Me preguntó si estaba de acuerdo con el arreglo. Yo me hallaba deleitado. Luego añadió una frase críptica:

-A lo mejor no hay nada que aprender de las plantas, porque no hay nada que decir de ellas.

No comprendí lo que había dicho ni a qué se re­fería.

-¿Cómo dice usted? -pregunté.

Repitió su afirmación tres veces, y luego toda la zona se estremeció con el rugido de un aeroplano de la Fuerza Aérea que pasó volando bajo.

-¡Ya ves! El mundo está de acuerdo conmigo -dijo, llevándose la mano izquierda al oído.

Me resultaba muy divertido. Su risa era contagiosa.

-¿Es usted de Arizona, don Juan? -pregunté, en un esfuerzo por mantener la conversación centrada en la posibilidad de que fuera mi informante.

Me miró y asintió con la cabeza. Sus ojos parecían fatigados. Se veía el blanco debajo de las pupilas.

-¿Nació usted en esta localidad?

Asintió de nuevo sin responderme. Parecía un gesto afirmativo, pero también el asentimiento nervioso de alguien que está pensando.

-¿Y tú de dónde eres? -preguntó.

-Vengo de Sudamérica -dije.

-Es grande ese sitio. ¿Vienes de todo él?

Sus ojos me miraban, penetrantes de nuevo.

Empecé a explicar las circunstancias de mi naci­miento, pero me interrumpió.

-En esto nos parecemos -dijo-. Yo ahora vivo aquí, pero en realidad soy un yaqui de Sonora.

-¡No me diga! Yo soy de . . .

No me dejó terminar.

-Ya sé, ya sé -dijo-. Tú eres quien eres, de donde eres, igual que yo soy un yaqui de Sonora.

Sus ojos relucían y su risa era extremadamente inquietante. Me hizo sentir como si me hubiera atra­pado en una mentira. Experimenté una peculiar sen­sación de culpa. Tuve el sentimiento de que él co­nocía algo que yo no sabía o no quería decir.

Mi extraña incomodidad creció. Debe haberla ad­vertido, porque se puso en pie y me preguntó si quería ir a comer en una fonda del pueblo.

Caminar de regreso a su casa, y luego el viaje en coche al pueblo, me hizo sentirme mejor, pero no me hallaba completamente relajado. De algún modo me sentía amenazado, aunque no podía precisar el motivo.

En la fonda, quise invitarle a una cerveza. Dijo que nunca bebía, ni siquiera cerveza. Reí para mis aden­tros. No le creía; el amigo que nos puso en contacto me había dicho qué "el viejo andaba perdido de borracho casi todo el tiempo". En realidad no me importaba que me mintiera diciendo que no bebía. Me agradaba; había algo muy tranquilizante en su persona.

Debí haber tenido una expresión de duda en el rostro, pues él pasó a explicar que de joven le daba por la bebida, pero que un buen día la había dejado.

-La gente casi nunca se da cuenta de que podemos cortar cualquier cosa de nuestras vidas en cualquier momento, así nomás -chasqueó los dedos.

-¿Piensa usted que uno puede dejar de fumar o de beber así de fácil? -pregunté.

-¡Seguro! -dijo con gran convicción-. El cigarro y la bebida no son nada. Nada en absoluto si quere­mos dejarlos.

En ese mismo instante, el agua que hervía en la cafetera hizo un ruido fuerte y vivaz.

-¡Oye! -exclamó don Juan, con un brillo en los ojos-. El agua hirviendo está de acuerdo conmigo.

Luego añadió, tras una pausa:

-Uno puede recibir acuerdos de todo lo que lo rodea.

En ese momento crucial, la cafetera produjo un gorgoteo verdaderamente obsceno.

Don Juan miró la cafetera y dijo suavemente: "Gracias"; asintió con la cabeza y luego estalló en carcajadas.

Me desconcerté. Su risa era un poco demasiado fuerte, pero yo me divertía genuinamente con todo aquello.

Mi primera sesión propiamente dicha con mi "in­formante" llegó entonces a su fin. Se despidió en la puerta de la fonda. Le dije que tenía que visitar a unos amigos, y que me gustaría verlo de nuevo a fi­nes de la semana siguiente.

-¿Cuándo estará usted en su casa? -pregunté.

Me escudriñó.

-Cuando vengas -repuso.

-No sé exactamente cuándo pueda venir.

-Pues ven y no te preocupes.

-¿Y si usted no está?

-Allí estaré -dijo, sonriendo, y se alejó.

Corrí tras él y le pregunté si podría llevar conmigo una cámara para tomar fotos suyas y de su casa.

-Eso está fuera de cuestión -dijo con el entre­cejo fruncido.

-¿Y una grabadora? ¿Le molestaría?

-Me temo que tampoco de eso hay posibilidad.

Me molesté y empecé a agitarme. Dije que no veía ningún motivo lógico para su rechazo.

Don Juan movió la cabeza en sentido negativo.

Olvídalo -dijo con fuerza-. Y si todavía quie­res verme, no vuelvas a mencionarlo.

Presenté una débil queja final. Dije que las fotos y las grabaciones eran indispensables para mi trabajo. Él respondió que sólo una cosa era indispensable para todo lo que hacíamos. La llamó "el espíritu".

-No se puede prescindir del espíritu -dijo-. Y tú no lo tienes. Preocúpate de eso y no de tus fotos.

-¿A qué se... ?

Me interrumpió con un ademán y retrocedió algu­nos pasos.

-No te olvides de volver -dijo con suavidad, y agitó la mano en despedida.

II. BORRAR LA HISTORIA PERSONAL

 

Jueves, diciembre 22, 1960

 

DON JUAN estaba sentado en el suelo, junto a la puer­ta de su casa, con la espalda contra la pared. Volteó un cajón de madera para leche y me pidió tomar asiento y ponerme cómodo. Le ofrecí unos cigarrillos. Había llevado un paquete. Dijo que no fumaba, pero aceptó el regalo. Hablamos sobre el frío de las no­ches del desierto y otros temas ordinarios de conver­sación.

Le pregunté si no interfería yo con su rutina nor­mal. Me miró como frunciendo el entrecejo y re­puso que no tenía rutinas, y que yo podía estarme con él toda la tarde si así lo deseaba.

Yo había preparado algunas cartas de genealogía y parentesco que deseaba llenar con ayuda suya. Tam­bién había compilado, a través de la literatura etno­gráfica, una larga serie de rasgos culturales pertene­cientes, se decía, a los indígenas de la zona. Quería revisar con él la lista y marcar todos los elementos que le fuesen familiares.

Empecé con las cartas de parentesco.

-¿Cómo llamaba usted a su padre? -pregunté.

-Lo llamaba papá -dijo él con rostro muy serio.

Me sentí algo molesto, pero procedí sobre la supo­sición de que no había comprendido.

Le mostré la carta y expliqué: un espacio era para el padre y otro para la madre. Di como ejemplo las distintas palabras usadas para padre y madre en in­glés y en español.

Pensé que tal vez habría debido empezar por la madre.

-¿Cómo llamaba usted a su madre? -pregunté.

-La llamaba mamá -repuso con tono ingenuo.

-Quiero decir, ¿qué otras palabras usaba usted para llamar a su padre y a su madre? ¿Cómo los lla­maba usted? -dije, tratando de ser paciente y cortés.

Se rascó la cabeza y me miró con una expresión estúpida.

-¡Caray! -dijo-. Me la pusiste difícil. Déjame pensar.

Tras un momento de titubeo, pareció recordar algo, y yo me dispuse a escribir.

-Bueno -dijo, como inmerso en serios pensa­mientos-, ¿de qué otra forma los llamaba? ¡oye, oye, papá! ¡Oye, oye, mamá!

Reí contra mi voluntad. Su expresión era verdade­ramente cómica y en ese momento no supe si era un viejo absurdo que me jugaba bromas, o si en verdad era un simplón. Usando cuanta paciencia había en mi, le expliqué que éstas eran preguntas muy serias, y que para mi trabajo tenía gran importancia llenar los formularios. Traté de hacerle comprender la idea de una genealogía e historia personal.

-¿Cuáles eran los nombres de su padre y su ma­dre? -pregunté.

Él me miró con ojos claros y amables.

-No pierdas tu tiempo con esa mierda -dijo sua­vemente, pero con fuerza insospechada.

No supe qué decir; parecía que alguien más hu­biese pronunciado esas palabras. Un momento antes, don Juan había sido un indio estúpido y destanteado rascándose la cabeza, y de buenas a primeras había cambiado los papeles. Yo era el estúpido, y él me contemplaba con una mirada indescriptible que no era de arrogancia, ni de desafío, ni de odio, ni de desprecio. Sus ojos eran claros y bondadosos y pe­netrantes.

-No tengo ninguna historia personal -dijo tras una larga pausa-. Un día descubrí que la historia personal ya no me era necesaria y la dejé, igual que la bebida.

Yo no acababa de entender el sentido de sus pala­bras. Le recordé que él mismo me había asegurado que estaba bien hacerle preguntas. Reiteró que eso no lo molestaba en absoluto.

-Ya no tengo historia personal -dijo, y me miró con agudeza-. La dejé un día, cuando sentí que ya no era necesaria.

Me le quedé viendo, tratando de detectar los sig­nificados ocultos de sus palabras.

-¿Cómo puede uno dejar su historia personal? -pregunté en tono de discusión.

-Primero hay que tener el deseo de dejarla -di­jo-. Y luego tiene uno que cortársela armoniosa­mente, poco a poco.

-¿Por qué iba uno a tener tal deseo? -exclamé.

Yo tenía un apego terriblemente fuerte a mi his­toria personal. Mis raíces familiares eran hondas. Sentía, con toda honradez, que sin ellas mi vida no tendría continuidad ni propósito.

-Quizá debería usted decirme a qué se refiere con lo de dejar la historia personal -dije.

-A acabar con ella, a eso me refiero -respondió cortante.

Insistí en que sin duda yo no entendía el plan­teamiento.

-Usted, por ejemplo -dije-. Usted es un yaqui. No puede cambiar eso.

-¿Lo soy? -preguntó sonriendo-. ¿Cómo lo sabes?

-¡Cierto! -dije-. No puedo saberlo con certeza, en este punto, pero usted lo sabe y eso es lo que cuenta. Eso es lo que hace que sea historia personal.

Sentí haber remachado un clavo bien puesto.

-El hecho de que yo sepa si soy yaqui o no, no hace que eso sea historia personal -replicó él-. Sólo se vuelve historia personal cuando alguien más lo sabe. Y te aseguro que nadie lo sabrá nunca de cierto.

Yo había anotado torpemente sus palabras. Dejé de escribir y lo miré. No podía hallarle el modo. Repasé mentalmente las impresiones que de él tenía: la for­ma misteriosa e insólita en que me miró durante nuestro primer encuentro, el encanto con que había afirmado recibir corroboraciones de todo cuanto lo rodeaba, su molesto humorismo y su viveza, su ex­presión de auténtica estupidez cuando le pregunté por su padre y su madre, y luego la insospechada fuerza de sus aseveraciones, que me había partido en dos.

-No sabes quién soy, ¿verdad? -dijo como si le­yera mis pensamientos-. jamás sabrás quién soy ni qué soy, porque no tengo historia personal.

Me preguntó si tenía padre. Le dije que sí. Afirmó que mi padre era un ejemplo de lo que él tenía en mente. Me instó a recordar lo que mi padre pensaba de mí.

-Tu padre conoce todo lo tuyo -dijo-. Así pues, te tiene resuelto por completo. Sabe quién eres y qué haces, y no hay poder sobre la tierra que lo haga cambiar de parecer acerca de ti.

Don Juan dijo que todos cuantos me conocían te­nían una idea sobre mí, y que yo alimentaba esa idea con todo cuanto hacía.

-¿No ves? -preguntó con dramatismo-. Debes renovar tu historia personal contando a tus padres, o a tus parientes y tus amigos todo cuanto haces. En cambio, si no tienes historia personal, no se necesi­tan explicaciones; nadie se enoja ni se desilusiona con tus actos. Y sobre todo, nadie te amarra con sus pensamientos.

De pronto, la idea se aclaró en mi mente. Yo casi la había sabido, pero nunca la examiné. El carecer de historia personal era en verdad un concepto atra­yente, al menos en el nivel intelectual; sin embargo, me daba un sentimiento de soledad ominoso y des­agradable. Quise discutir con él mis sentimientos, pero me frené; algo había de tremenda incongruen­cia en la situación inmediata. Me sentí ridículo por intentar meterme en una discusión filosófica con un indio viejo que obviamente no tenía el "refinamien­to" de un estudiante universitario. De algún modo, don Juan me había apartado de mi intención origi­nal de interrogarlo sobre su genealogía.

-No sé cómo terminamos hablando de esto cuando yo nada más quería unos nombres para mis cartas -dije, tratando de reencauzar la conversación hacia el tema que yo deseaba.

-Es muy sencillo -dijo él-. Terminamos ha­blando de ello porque yo dije que hacer preguntas sobre el pasado de uno es un montón de mierda.

Su tono era firme. Sentí que no había forma de moverlo, así que cambié mis tácticas.

-Esta idea de no tener historia personal ¿es algo que hacen los yaquis? -pregunté.

-Es algo que hago yo.

-¿Dónde lo aprendió usted?

-Lo aprendí en el curso de mi vida.

-¿Se lo enseñó su padre?

-No. Digamos que lo aprendí solo, y ahora voy a darte el secreto, para que no te vayas hoy con las manos vacías.

Bajó la voz hasta un susurro dramático. Reí de su histrionismo. Había que admitir su excelencia en ese renglón. Por mi mente cruzó la idea de que me hallaba ante un actor nato.

-Escríbelo -dijo con arrogante condescenden­cia-. ¿Por qué no? Parece que así estás más a gusto.

Lo miré, y mis ojos deben haber delatado mi con­fusión. Él se dio palmadas en los muslos y rió con gran deleite.

-Vale más borrar toda historia personal -dijo despacio, como dando tiempo a mi torpeza de anotar sus palabras- porque eso nos libera de la carga de los pensamientos ajenos.

No pude creer que en verdad estuviera diciendo eso. Tuve un momento de gran confusión. Él, sin duda, leyó en mi rostro mi agitación interna, y la utilizó de inmediato.

-Aquí estás tú, por ejemplo -prosiguió-. En estos momentos no sabes si vas o vienes. Y eso es por­que yo he borrado mi historia personal. Poco a poco, he creado una niebla alrededor de mí y de mi vida. Y ahora, nadie sabe de cierto quién soy ni qué hago.

-Pero usted mismo sabe quién es, ¿no? -inter­calé.

-Por supuesto que... no -exclamó y rodó por el suelo, riendo de mi expresión sorprendida.

Había hecho una pausa lo bastante larga para ha­cerme creer que iba a decir que sí sabía, como yo anticipaba. El subterfugio me resultó muy amena­zante. En verdad me dio miedo.

-Ése es el secretito que voy a darte hoy -dijo en voz baja-. Nadie conoce mi historia personal. Nadie sabe quién soy ni qué hago. Ni siquiera yo.

Achicó los ojos. No miraba en mi dirección sino más allá, por encima de mi hombro derecho. Estaba sentado con las piernas cruzadas, tenía la espalda derecha y sin embargo parecía de lo más relajado. En aquel instante era la imagen misma de la fiereza. Lo imaginé fantasiosamente como un jefe indio, un "guerrero de piel roja" en las románticas sagas fron­terizas de mi niñez. Mi romanticismo me arrastró, y un sentimiento de ambivalencia sumamente insidio­so tejió su red en torno mío. Podía decir sincera­mente que don Juan me simpatizaba mucho, y añadir, en el mismo aliento, que le tenía un miedo mortal.

Sostuvo esa extraña mirada durante un momento largo.

-¿Cómo puedo saber quién soy, cuando soy todo esto? -dijo, barriendo el entorno con un gesto de su cabeza.

Luego posó en mí los ojos y sonrió.

-Poco a poco tienes que crear una niebla en tu alrededor; debes borrar todo cuanto te rodea hasta que nada pueda darse por hecho, hasta que nada sea ya cierto. Tu problema es que eres demasiado cierto. Tus empresas son demasiado ciertas; tus humores son demasiado ciertos. No tomes las cosas por hechas. Debes empezar a borrarte.

-¿Para qué? -pregunté, belicoso.

Se me aclaró que don Juan me estaba dando reglas de conducta. A lo largo de toda mi vida, yo había llegado al punto de ruptura cuando alguien trataba de decirme qué hacer; la sola idea de que me dijeran qué hacer me ponía de inmediato a la defensiva.

-Dijiste que querías aprender los asuntos de las plantas -dijo él calmadamente-. ¿Quieres recibir algo a cambio de nada? ¿Qué te crees que es esto? Quedamos en que tú me harías preguntas y yo te diría lo que sé. Si no te gusta, no tenemos nada más qué decirnos.

Su terrible franqueza me despertó resentimiento, y a regañadientes concedí que él tenía la razón.

-Entonces mírala por este lado -prosiguió-. Si quieres aprender los asuntos de las plantas, como en realidad no hay nada que decir de ellas, debes, entre otras cosas, borrar tu historia personal.

-¿Cómo? -pregunté.

-Empieza por lo fácil, como no revelar lo que verdaderamente haces. Luego debes dejar a todos los que te conozcan bien. Así construirás una niebla en tu alrededor.

-Pero eso es absurdo -protesté-. ¿Por qué no va a conocerme la gente? ¿Qué hay de malo en ello?

-Lo malo es que, una vez que te conocen, te dan por hecho, y desde ese momento no puedes ya romper el lazo de sus pensamientos. A mí en lo personal me gusta la libertad ilimitada de ser desconocido. Nadie me conoce con certeza constante, como te conocen a ti, por ejemplo.

-Pero eso sería mentir.

-No me importan las mentiras ni las verdades -dijo con severidad-. Las mentiras son mentiras solamente cuando tienes historia personal.

Argumenté qué no me gustaba engañar delibera­damente a la gente ni despistarla. Su respuesta fue que de cualquier manera yo despistaba a todo el mundo.

El viejo había tocado una llaga abierta en mi vida. No me detuve a preguntarle qué quería decir con eso ni cómo sabía que yo engañaba a la gente todo el tiempo. Simplemente reaccioné a su afirmación, defendiéndome a través de explicaciones. Dije tener la dolorosa conciencia de que mi familia y mis ami­gos me consideraban indigno de confianza, cuando en realidad jamás había dicho una mentira en toda mi vida.

-Siempre supiste mentir -dijo él-. Lo único que faltaba era que sabías por qué hacerlo. Ahora lo sabes.

Protesté.

-¿No ve usted que estoy harto de que la gente me considere indigno de confianza? -dije.

-Pero sí eres indigno de confianza -repuso con convicción.

-¡Que no, hombre, me llevan los demonios! -ex­clamé.

Mi actitud, en vez de forzarlo a la seriedad, lo hizo reír histéricamente. Sentí un enorme desprecio hacia el anciano por su engreimiento. Desdichada­mente, estaba en lo cierto con respecto a mí.

Tras un rato me calmé y él siguió hablando.

-Cuando uno no tiene historia personal -expli­có-, nada de lo que dice puede tomarse como una mentira. Tu problema es que tienes que explicarle todo a todos, por obligación, y al mismo tiempo quie­res conservar la frescura, la novedad de lo que haces. Bueno, pues como no puedes sentirte estimulado después de explicar todo lo que has hecho, dices men­tiras para seguir en marcha.

-Me hallaba en verdad perplejo por la gama de nuestra conversación. Escribía lo mejor posible todos los detalles del diálogo, concentrándome en lo que don Juan decía en lugar de detenerme a deliberar en mis prejuicios o en el sentido de sus palabras.

-De ahora en adelante -dijo él-, debes simple­mente enseñarle a la gente lo que quieras enseñarle, pero sin decirle nunca con exactitud cómo lo has hecho.

-¡Yo no puedo guardar secretos! -exclamé-. Lo que usted dice es inútil para mí.

- ¡Pues cambia! -dijo en tono cortante y con un brillo feroz en la mirada.

Parecía un extraño animal salvaje. Y sin embargo era tan coherente en sus ideas, y tan verbal. Mi mo­lestia cedió el paso a un estado de confusión irri­tante.

-Verás -prosiguió-: sólo tenemos una alterna­tiva: o tomamos todo por cierto, o no. Si hacemos lo primero, terminamos muertos de aburrimiento con nosotros mismos y con el mundo. Si hacemos lo se­gundo y borramos la historia personal, creamos una niebla a nuestro alrededor, un estado muy emocio­nante y misterioso en el que nadie sabe por dónde va a saltar la liebre, ni siquiera nosotros mismos.

Repuse que borrar la historia personal sólo acre­centaría nuestra sensación de inseguridad.

-Cuando nada es cierto nos mantenemos alertas, de puntillas todo el tiempo -dijo él-. Es más emo­cionante no saber detrás de cuál matorral se esconde la liebre, que portarnos como si conociéramos todo.

No dijo una palabra más durante un rato muy lar­go; acaso una hora transcurrió en completo silencio. Yo no sabía qué preguntar. Finalmente, se puso de pie y me pidió llevarlo al pueblo cercano.

Yo ignoraba el motivo, pero nuestra conversación me había agotado. Tenía ganas de dormir. Él me pi­dió parar en el camino y me dijo que, si deseaba descansar, debía trepar a la cima plana de una loma al lado de la carretera y acostarme bocabajo con la cabeza hacia el este.

Parecía tener un sentimiento de urgencia. Yo no quise discutir, o acaso me encontraba demasiado can­sado hasta para hablar. Subí al cerro e hice lo que él me había indicado.

Dormí sólo dos o tres minutos, pero fueron sufi­cientes para que mi energía se renovara.

Llegamos al centro del pueblo, donde quiso que lo dejase.

-Vuelve -dijo al bajar del coche-. Acuérdate de volver.

III. PERDER LA IMPORTANCIA

 

Tuve oportunidad de discutir mis dos visitas previas a don Juan con el amigo que nos puso en contacto. Su opinión fue que yo estaba perdiendo el tiempo. Le relaté, con todo detalle, la gama de nuestras con­versaciones. Él pensó que yo exageraba y romantiza­ba a un viejo chiflado y tonto.

No había en mí mucha visión romántica que apli­car a tan absurdo anciano. Sentía sinceramente que sus críticas sobre mi personalidad habían socavado en forma grave mi simpatía hacia él. Pero tenía que admitirlo; siempre habían sido oportunas, ciertas y agudamente precisas.

En ese punto, el centro de mi dilema era que re­husaba a aceptar que don Juan era muy capaz de desbaratar todas mis ideas preconcebidas acerca del mundo y a concordar con mi amigo en la creencia de que "el viejo indio estaba simplemente loco".

Me sentí compelido a hacerle otra visita antes de resolver el problema.

 

Miércoles, diciembre 28, 1960

 

Inmediatamente después de que llegué a su casa, me llevó a caminar por el chaparral del desierto. Ni si­quiera miró la bolsa de comestibles que yo le llevé. Parecía haberme estado esperando.

Caminamos durante horas. Él no cortó plantas ni me las mostró. En cambio, me enseñó una "forma correcta de andar". Dijo que yo debía curvar suave­mente los dedos mientras caminaba, para conservar la atención en el camino y los alrededores. Aseveró que mi forma ordinaria de andar debilitaba, y que nunca había que llevar nada en las manos. De ser necesario transportar cosas, debía usarse una mochila o cualquier clase de red portadora o bolsa para los hombros. Su idea era que, obligando a las manos a adoptar una posición específica, uno era capaz de mayor energía y mayor lucidez."

No vi caso en discutir; curvé los dedos como él indicaba y seguí caminando. Mi lucidez no varió en modo alguno, ni tampoco mi vigor.

Iniciamos nuestra excursión en la mañana y nos detuvimos a descansar a eso del mediodía. Yo sudaba y quise beber de mi cantimplora, pero él me detuvo diciendo que era mejor tomar sólo un sorbo de agua. De un pequeño arbusto amarillento, cortó algunas hojas y las mascó. Me dio unas y señaló que eran excelentes; si las mascaba despacio, mi sed desapare­cería. No fue así, pero tampoco sentí malestar.

Pareció haber leído mis pensamientos, y explicó que yo no advertía los beneficios de la "forma correc­ta de andar", ni los de masticar las hojas, porque era joven y fuerte y mi cuerpo no percibía nada por ser un poco estúpido.

Rió. Yo no estaba de humor para risas y eso pa­reció divertirle más aún. Corrigió su frase anterior, diciendo que mi cuerpo no era realmente estúpido, sino que estaba adormilado.

En ese instante un cuervo enorme voló por encima de nuestras cabezas, graznando. Sobresaltado, eché a reír. Me pareció que la ocasión pedía risa, pero para mi absoluto asombro él sacudió con fuerza mi brazo y me calló. Su expresión era sumamente seria.

-Eso no fue chiste -dijo con severidad, como si yo supiera a qué se refería.

Pedí una explicación. Era incongruente, le dije, que se enojara porque yo reía del cuervo, cuando nos habíamos reído de la cafetera.

-¡Lo que viste no era sólo un cuervo! -exclamó.

-Pero yo lo vi y era un cuervo -insistí.

-No viste nada, idiota -dijo, hosco.

Su brusquedad era injustificada. Le dije que no me gustaba hacer enojar a la gente y que tal vez sería mejor irme, pues él no parecía estar de humor para tolerar compañía.

Él río a carcajadas, como si yo fuese un payaso que actuaba para él. Mi molestia e irritación crecieron proporcionalmente.

-Eres muy violento -comentó despreocupado-. Te tomas demasiado en serio.

-¿Pero no estaba usted haciendo lo mismo? -in­terpuse-. ¿Tomándose en serio cuando se enojó con­migo?

Dijo que enojarse conmigo era lo que más lejos estaba de su pensamiento. Me miró con ojos pe­netrantes.

-Lo que viste no era un acuerdo del mundo -di­jo-. Los cuervos que vuelan o graznan no son nunca un acuerdo. ¡Eso fue una señal!

-¿Una señal de qué?

-Una indicación muy importante acerca de ti -re­puso crípticamente.

En ese mismo instante, el viento arrastró hasta nuestros pies la rama seca de un arbusto.

-¡Eso fue un acuerdo! -exclamó él, y mirándome con ojos relucientes estalló en una carcajada.

Tuve la sensación de que, por molestarme, inven­taba sobre la marcha las reglas de su extraño juego; así, él podía reír, pero yo no. Mi irritación volvió a expandirse y le dije lo que pensaba de él.

No se disgustó ni se ofendió para nada. Rió, y su risa acrecentó más aún mi angustia y mi frustración. Pensé que deliberadamente me humillaba. Decidí allí mismo que ya estaba harto del "trabajo de campo".

Me puse en pie y le dije que deseaba emprender el regreso a su casa, porque tenía que salir rumbo a Los Ángeles.

-¡Siéntate! -dijo, imperioso-. Te pones de ma­las como señora vieja. No puedes irte ahora, porque todavía no terminamos.

Lo odié. Pensé que era un hombre despectivo.

Empezó a cantar una idiota canción ranchera. Ob­viamente, estaba imitando a algún cantante popular. Alargaba ciertas sílabas y contraía otras, convirtiendo la canción en todo un objeto de farsa. Era tan có­mico que acabé por reír.

-Ya ves, te ríes de la canción estúpida -dijo-. Pero el que canta así, y los que pagan por oírlo, no se ríen; piensan que es seria.

-¿Qué quiere usted decir? -pregunté.

Pensé que había urdido el ejemplo para decirme que yo reí del cuervo por no haberlo tomado en se­rio, igual que no había tomado en serio la canción. Pero me desconcertó de nuevo. Dijo. que yo era como el cantante y la gente a quien le gustaban sus canciones: lleno de arrogancia y seriedad con respecto a una idiotez que a nadie en su sano juicio debía importarle un pepino.

Luego recapituló, como para refrescar mi memoria, todo cuanto había dicho antes sobre el tema de "aprender los asuntos de las plantas". Recalcó enfá­ticamente que, si yo en verdad quería aprender, debía remodelar la mayor parte de mi conducta.

Mi molestia creció, hasta que incluso el tomar no­tas me costaba un esfuerzo supremo.

-Te tomas demasiado en serio -dijo, despacio-. Te das demasiada importancia. ¡Eso hay que cam­biarlo!. Te sientes de lo más importante, y eso te da pretexto para molestarte con todo. Eres tan impor­tante que puedes marcharte así nom&aacut







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